Ahora se cumplen 75 años de aquel miserable 6 de agosto de 1945, cuando un portavoz de la Casa Blanca comparecía para dar cuenta de uno de los más horrorosos acontecimientos que la humanidad ha conocido a lo largo de los siglos: “Un avión de la fuerza aérea de los Estados Unidos ha lanzado esta mañana la primera bomba atómica sobre la ciudad japonesa de Hiroshima, cumpliéndose con éxito el objetivo previsto”.

Exactamente a las 8.15 horas en las que se detuvo un reloj que se encontró entre las ruinas, estalló la primera bomba de uranio que había lanzado el bombardero B-29 de los Estados Unidos, bautizado Enola Gay. El artefacto se llamó Little boy (muchachito) y se calcula que apenas en los primeros cinco segundos mató o hirió de muerte a más de 140.000 personas sobre una población de 450.000 habitantes, y la ciudad quedó arrasada en su totalidad.

El presidente Harry S. Truman declaró, tras ser informado del resultado de la misión que “aunque no se han conseguido todos los objetivos, ha sido un éxito; soy muy feliz”. Por su parte, un miembro de la tripulación, el capitán Robert Lewis, copiloto del bombardero y de quien se dice que sufrió toda su vida abrumado por el remordimiento, comentó: “Dios mío, ¿qué hemos hecho?”.

Las noticias, inicialmente, eran muy confusas, ya que, desde el momento de la deflagración, se perdió todo contacto desde Tokio con la ciudad mártir, aunque 24 horas después del bombardeo se supo que las víctimas se contaban por decenas de miles. Al parecer, según testigos que lograron milagrosamente sobrevivir, la deflagración derritió los cuerpos humanos como si fueran de mantequilla y desmoronó casi todos los edificios de la ciudad.

Un ruido infernal y ensordecedor que, sin embargo no se percibió en el epicentro de la explosión, seguido de un centelleante resplandor que iluminó el cielo como un flash gigantesco, provocó una inmensa bola de fuego que hizo aumentar la temperatura hasta superar los 5.000 grados centígrados, aniquilando todo rastro de vida y generando una onda expansiva con un viento huracanado que recorrió 13 kilómetros de distancia en segundos.

“Una llamarada blanca y luego el infierno, y en el mismo instante un calor sofocante y continuos remolinos de aire causados por la onda explosiva, las llamaradas acometían por la ciudad y luego una lluvia negra comenzó a derribar a las personas que todavía corrían desesperada e inútilmente en busca de salvación”, comentó un testigo. Paulatinamente parece que un manto de silencio y quietud mortal se abatió desde el centro hacia el exterior de la ciudad.

En dos kilómetros a la redonda, la catástrofe fue absoluta. El fuego y el calor mataron instantáneamente a todos los seres humanos, plantas y animales, y en la zona cero no permaneció en pie ni una sola edificación y se destruyeron como si fueran de mantequilla todas las estructuras de acero de los edificios de hormigón. La onda expansiva hizo derretirse o estallar los cristales de ventanas situadas incluso a ocho kilómetros del lugar de la explosión, los árboles fueron arrancados de raíz y quemados por el calor y en los muros de algunos edificios quedaron grabadas al carbón las “sombras” de miles de las personas que se desintegraron repentinamente por la deflagración.

El presidente Truman, en comparecencia posterior a través de la televisión, informó que: “Hace poco tiempo un avión americano ha lanzado una bomba sobre Hiroshima inutilizándola (la ciudad) para el enemigo. Los japoneses comenzaron la guerra por el aire en Pearl Harbor y han sido correspondidos sobradamente, pero este no es el final: con esta bomba hemos añadido una dimensión nueva y revolucionaria a la destrucción. Si no aceptan nuestras condiciones pueden esperar una lluvia de fuego que sembrará más ruinas que todas las hasta ahora vistas sobre la tierra”.

Otro tripulante del bombardero, Bob Caron, artillero de cola y fotógrafo del Enola Gay dijo que inmediatamente después de la explosión se formó “un hongo atómico que se extiende, puede que tenga mil quinientos o quizá tres mil metros de anchura y unos ochocientos de altura. Crece más y más. Está casi a nuestro nivel y sigue ascendiendo. Es muy negro, pero muestra cierto tinte violáceo muy extraño”. Y describió la visión que tuvo de ese momento, acerca del lugar que acababan de bombardear: “Parece como si la lava cubriera toda la ciudad”.

Hoy, tres cuartos de siglo después del bombardeo de Hiroshima, continúa la polémica sobre la utilización del demoledor ingenio nuclear. La acción fue militar pero el objetivo, por supuesto, era político. Estados Unidos conocía que la debacle japonesa era definitiva pero que si usaba la bomba atómica incidiría de forma determinante sobre la guerra y la posesión de un arma con semejante capacidad de exterminio le colocaba a la cabeza de las naciones del mundo. Buscaba la rendición del Japón y fortalecer la posición estadounidense.

El uso de la bomba fue una brutalidad, una demostración de poder perfectamente planificada, y se eligió el objetivo de Hiroshima por ser una ciudad apenas bombardeada antes y casi intacta, lo que permitiría a la ciencia evaluar todo el potencial de la nueva arma “disuasoria”. Carcomido por la conciencia, Truman justificó el carácter militar de Hiroshima, pero la realidad es que la bomba se lanzó a 10 kilómetros del acuartelamiento más próximo y sus víctimas fueron civiles al ciento por ciento. Hoy, 75 años después, el mundo llora con Hiroshima.