l pequeño Horacio se arrebujaba entre sus mantas aquella mañana del 7 de enero del siglo XX cuando su madre le lanzó un bufido que le arrancó de su ensoñación. Se incorporó ensimismado y apenas abrió la boca durante el desayuno. El mundo era ahora gris y triste, y la magia de las navidades se había tornado una comedia bufa sin ningún sentido. Y todo ello tras el terrible descubrimiento de la madrugada anterior, tras ese latigazo de realidad que había explotado ante sus ojos cuando observó a su padre cargando unos paquetes de regalos para colocarlos junto al árbol. Los Reyes son los padres... La frase rebotaba en su interior como si recibiera los impactos de un badajo impenitente en su campana craneal. Todo a su alrededor había perdido brillo y los adornos navideños que esa tarde se acumulaban ya en cajas para refugiarse en el trastero se le antojaban cadáveres putrefactos de una guerra absurda. Medio siglo después todo cobraba una coherencia ideológica. Reyes, magos, dioses con cuerpo de bebé, estrellas protectoras... Como se afirma en la magnífica serie The Crown, las monarquías son la magia, el misterio, la religión, esa conexión con lo incógnito que nos aleja del suelo para buscar una trascendencia más allá del barro del camino y las heridas en la piel. Horacio recuerda de su bachillerato la acepción latina de República como la cosa pública, los asuntos del pueblo, lo que interpela a todos los ciudadanos sin dejar en manos de unas élites la gobernanza. Y en estos días en que ciertas castas gestionan nuestras economías, nuestras libertades y hasta nuestras vacunas en monarquías parlamentarias de la señorita Pepis o plutocracias de Playmobil, la búsqueda de lo Público cobra un valor superlativo. Los padres nunca fueron los Reyes: los padres siempre han sido el servicio de mensajería de aquellos magos de Oriente que se bebían nuestros licores por la noche.