Pues se conoce que ya hemos llegado a la Navidad. Algo barruntaba yo cada vez que salía de casa o de la redacción. Las luces en las calles, el belén monumental, las casetas de las distintas ferias, el soniquete presuntamente relajante propiciado por los villancicos en buche y esa sensación de que el mundo se acaba con cada cierre de año. No sé exactamente qué ventolera le da a esta parte de la Humanidad cuando se acercan estos días tan señalados en el calendario, ya que, aparte de las servidumbres propias de la ocasión creadas en un laboratorio por el señor del Mal para desquiciar un poco más al personal, la vida se vuelve compleja al extremo. Se conoce que con la llegada del último trimestre de cada año se activa un chip que obliga a dejar todo hecho y preparado para afrontar una suerte de fin del mundo que coincide con los últimos días de diciembre. Y ahí estamos los que dependemos de una actividad laboral para poder comer, con el agua al cuello y sin obviar que, pese a las apariencias, enero también existe y que es altamente improbable que se pueda vivir en él al tran tran. En fin, que esto supongo que no tiene mayor solución que tratar de asumirlo con estoicismo y poner cara de embeleso cada vez que se ve una guirnalda. Es lo que se espera de nosotros.
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