o deja de llamar la atención el protagonismo que está teniendo últimamente, y previsiblemente va a seguir teniendo, el Tribunal de Cuentas, un órgano que la gran mayoría de la ciudadanía, incluidos los sectores más politizados, ni siquiera sabían que existe. A pesar de ser objeto de una disposición constitucional específica (art. 136) y de una ley orgánica que lo regula desde 1982, ha sido un órgano que apenas ha tenido proyección pública. Sorprende, por tanto, este súbito protagonismo del Tribunal de Cuentas, tanto por tratarse de un órgano cuya actividad ha pasado prácticamente desapercibida hasta ahora como por la forma en que irrumpe en el escenario político, concitando las más variadas adhesiones y oposiciones por sus decisiones.
Los tribunales de cuentas son órganos de relevancia constitucional, al igual que ocurre aquí, en todos los países de nuestro entorno -Italia (art. 100.2), Alemania (art. 114.2), Francia (art. 47-2)- integrando, junto con los demás órganos a los que la Constitución hace referencia expresa, la estructura institucional fundamental del Estado. En todos ellos, el Tribunal de Cuentas está configurado como un órgano de control y fiscalización de las cuentas públicas sin que a pesar de su denominación, que puede inducir a confusión, forme parte del poder judicial. Sí tiene, en cambio, una vinculación estrecha con el Parlamento, que interviene en el nombramiento de sus miembros y a quien tiene que rendir cuentas de su actividad; y también con el Ejecutivo, en los términos previstos en la ley que regula este órgano.
Si bien la configuración constitucional de nuestro Tribunal de Cuentas es similar a la de sus homólogos europeos en los países referidos, presenta sin embargo algunos rasgos distintivos que es preciso reseñar. El primero, que a pesar de haber agotado su mandato sigue ejerciendo sus funciones, interviniendo en asuntos decisivos que inciden de lleno en el curso del proceso político; entre otros, la exigencia de responsabilidades contables a destacados cargos de la Generalitat catalana (y más recientemente, también a dirigentes de la UGT andaluza). Aunque no es el único órgano que sigue ejerciendo sus funciones una vez agotado el periodo de su mandato, resulta obligada la referencia a este hecho ya que constituye una de las muestras más reveladoras del anómalo funcionamiento de nuestro sistema institucional.
Otro de los rasgos distintivos del Tribunal de Cuentas es el acusado protagonismo político que tiene su actuación, como se está poniendo de manifiesto últimamente con motivo de su intervención en relación con la actividad llevada a cabo por cargos del servicio de acción exterior de la Generalitat (DiploCat). Hay que decir también que en estos casos la proyección mediática que están teniendo hay que atribuírsela tanto o más que a la actuación del propio Tribunal al ambiente político reinante; muy especialmente a la actuación de una oposición que ejerce como tal a través de la utilización de los tribunales. A lo que también habría que añadir la colaboración de algunos medios afines, que se encargan con ejemplar dedicación de calentar debidamente el ambiente.
Sea como sea, lo cierto es que el Tribunal de Cuentas, más allá de las funciones que tiene encomendadas constitucionalmente en el ámbito contable como “supremo órgano fiscalizador de las cuentas y de la gestión económica del Estado” (art. 136), ha pasado a tener de facto un protagonismo político muy destacado; de forma especial en las nada fáciles y siempre conflictivas relaciones entre el Govern de la Generalitat y el Gobierno del Estado. Y también en las no menos conflictivas relaciones entre éste último y la oposición a escala estatal, sobre todo desde que ésta ha decidido utilizar a fondo todas las instituciones del Estado, entre ellas el Tribunal de Cuentas aprovechándose de la mayoría de miembros que tiene a pesar de haber agotado su mandato, para imponer sus posiciones, que no puede decirse que estén respaldadas por la mayoría parlamentaria.
Aunque, como ya se ha indicado, el Tribunal de Cuentas no es parte integrante del poder judicial, ello no impide que se esté haciendo un uso instrumental de este órgano en lo que, de acuerdo con el término ya acuñado, puede calificarse como lawfare (o guerra judicial) de la oposición contra el Gobierno a lo largo de toda esta legislatura. Es ésta otra de las notas distintivas que caracterizan la actividad que viene desplegando últimamente el Tribunal de Cuentas, que más que por la labor llevada a cabo en el ámbito contable que le es propio en la fiscalización y control de las cuentas públicas, tenemos noticias de él por el destacado protagonismo político que está teniendo en cuestiones que enlazan directamente con las pugnas políticas entre el Gobierno y la oposición; y, en este momento en particular, en relación con el procés.
No se puede desligar esta actividad del Tribunal de Cuentas, y en especial lo que bien puede calificarse como lawfare de la oposición a través de este órgano, de la utilización instrumental que viene haciéndose de las instituciones constitucionales durante esta legislatura. Quizá la muestra más clara de esta instrumentalización institucional sea el bloqueo sistemático, sin que se atisben por el momento señales indicadoras de que la situación vaya a despejarse, de la renovación de una serie de instituciones claves (entre otras el Tribunal Constitucional, el CGPJ, además del propio Tribunal de Cuentas) cuyo normal funcionamiento, empezando por su renovación en los plazos que la propia ley y la Constitución prevén, es una condición necesaria para poder hablar de normalidad institucional.
Es en este marco general de anomalía institucional en el que hay que encuadrar el inusual protagonismo político que ha tenido, y previsiblemente va a seguir teniendo, el Tribunal de Cuentas. Sin entrar en el examen pormenorizado de las cantidades a las que se alude en el procedimiento en curso, resulta bastante discutible exigir responsabilidades contables (acompañadas de unas fianzas nada livianas) a cargos públicos por la realización de unas actividades -acción exterior de la Generalitat- que están expresamente contempladas en el Estatut (arts. 193-200). No puede evitarse la sospecha de que la intervención del supremo órgano de fiscalización contable en este asunto, relativo al ejercicio de competencias reconocidas estatutariamente, obedezca a motivaciones que van más allá de las propiamente contables.
La utilización de las instituciones para finalidades ajenas a las que le son propias, en este caso mediante la instrumentalización del Tribunal de Cuentas como una instancia parajudicial con el objetivo de atacar al adversario político, es una práctica que solo conduce a acrecentar las anomalías institucionales con las que cohabitamos desde hace tiempo. Ante esta situación, no estaría de más aprovechar la ocasión que proporciona el actual protagonismo de este órgano para plantear la necesidad y la conveniencia de regular con más claridad las funciones de fiscalización de las cuentas que le son propias y a las que debería ceñir su actuación; evitando así que pueda ser instrumentalizado como una instancia parajudicial utilizable contra el adversario político.
De todas formas, este asunto no ha hecho más que empezar; y si bien las vacaciones veraniegas han interrumpido temporalmente el procedimiento iniciado el pasado mes cuando el curso político estaba a punto de finalizar, no cabe duda de que con el inicio próximamente del nuevo curso el Tribunal de Cuentas va a volver a tener un protagonismo político que nunca debía haber tenido. Y mucho menos debería tenerlo a partir de ahora teniendo en cuenta que es una institución (otra más) cuyos miembros siguen okupando sus puestos e interviniendo en cuestiones decisivas, a pesar de haber agotado ya su mandato, iniciado hace mas de nueve años (en 2012).
* Profesor