El día que atropellé a Iturri IV, el famoso pelotari, yo volvía de atracar un banco. El accidente -porque fue un accidente, eso quiero que lo tenga usted bien claro- fue en una de las primeras curvas de la carretera vieja, la que subía hasta Zarraluki.
En muchas otras ocasiones, mientras conducía por esa carretera, había sentido el impulso de llevarme por delante a alguno de las decenas de ciclistas, que, sobre todo al llegar el verano, andaban tocando las narices por allí.
La carretera, además de serpenteante, era empinada y estrecha, y apenas dejaba tramos para adelantar. Cada vez que me topaba con un ciclista me ponía cardiaco. Sabía que si iniciaba la maniobra para rebasarlo iba a jugármela, pues desde la otra dirección podía aparecer en cualquier momento un coche o una moto o −como sucedió con Iturri IV− otro ciclista.
“¡Es que me los cargaba a todos!”, solía murmurar entre dientes en esas ocasiones. Y me imaginaba que, en lugar de adelantarlos, daba un volantazo al pasar junto a ellos y los sacaba de la carretera, los hacía caer al otro lado del quitamiedos. “¿Quién va a saber que he sido yo?”, comenzaba después a hacer hipótesis dentro de mi cabeza.
Calculaba que tardarían bastante en descubrir los cuerpos de aquellos ciclistas, al fondo del barranco, y que yo tendría tiempo suficiente para pintar la carrocería o para deshacerme del coche. Fantaseaba incluso con la idea de convertirme en una especie de asesino en serie de ciclistas. Pero solo era un pensamiento, un divertimento, entiéndame usted.
En el caso de Iturri IV, además, fue él el que se abalanzó sobre mí, invadiendo mi carril, a la salida de la curva. Esta no era de las más cerradas, y el pelotari apareció con el culo en pompa y la cabeza hundida en el manillar, imitando una de esas posturas aerodinámicas que se ven en la tele, en el Tour o la Vuelta Ciclista.
Iturri IV ni siquiera llegó a chocarse frontalmente con el coche, pues en el último momento le dio tiempo a rectificar su postura y, tras hacer una cabriola, a girar la bicicleta, pero no pudo esquivar el retrovisor y el impacto contra el mismo lo desequilibró, de tal modo que salió volando y fue a estrellarse contra un talud de rocas.
Cuando bajé del coche lo encontré tendido de bruces sobre el asfalto. Tengo que decir que al principio no me impresionó demasiado, porque Iturri IV iba vestido de pelotari, con una camiseta con su nombre impreso a la espalda, y yo ya lo había visto decenas de veces en esa postura, en la tele o en el frontón, después de lanzarse como un kamikaze a restar algún tanto.
Pero luego, a diferencia de esas ocasiones, Iturri IV no se movió, no se levantó de un atlético salto, soltando uno de sus famosos juramentos, Kaben zooootz!, así que comencé a preocuparme. Sobre todo, cuando alrededor de su cabeza vi cómo se extendía una mancha de sangre.
No recuerdo muy bien en qué orden sucedió todo a continuación, después de dar la vuelta al cuerpo del pelotari y acercar aterrorizado mi cabeza a su pecho.
Creo que primero recogí la bicicleta y la metí en el maletero, junto a la bolsa con el dinero del atraco y la funda de la guitarra en la que solía esconder el arma; que luego arrastré el cuerpo de Iturri IV hasta el coche y lo senté en el asiento del copiloto; que para disimular la herida y las manchas de sangre le coloqué el casco de cestapuntista (¡cuántas veces me habré preguntado qué habría sucedido si él hubiera llevado puesto ese casco, en lugar de colgando del manillar de su bici!); y que finalmente, cuando estaba ya a punto de largarme, se cruzó conmigo la furgoneta de aquel vendedor ambulante.
Eso sí lo recuerdo con claridad. De hecho, durante mucho tiempo no pude quitarme de la cabeza su mirada atravesando el parabrisas, ni tampoco la imagen de los neumáticos de su furgoneta pisando el charco de sangre y dibujando sobre el asfalto aquel rastro delator. “Este tipo me va a traer problemas”, me acuerdo de que pensé ya entonces.
Y también que, para evitarme esos problemas, lo suyo habría sido pararlo, detener la furgoneta, pedir ayuda, llamar a una ambulancia, o a la Guardia Civil... Pero, claro, yo, le repito, volvía de atracar un banco.
Para entonces −si me permite ahora el inciso− llevaba ya muchos años dedicándome a ello. Comencé casi sin querer, por puro romanticismo. Me daba pena que un oficio como ese se perdiera. Y además me parecía algo necesario, una recuperación del dinero que a su vez los bancos nos robaban a nosotros.
Mi primera “expropiación”, como decía mi tío Lucio, fue al poco de quedarme viudo. La muerte de mi mujer supuso un palo muy fuerte para mí, pero a la vez decidí tomármelo como una oportunidad para empezar una nueva vida, para dejar la oficina, comprar una casa en un pueblo, para cumplir todos esos sueños que mis responsabilidades familiares me impedían.
Estaba la niña, Rebeka, es cierto, pero pensé que de esa manera también a ella la liberaría, que así la alejaría de la ciudad, los centros comerciales, las prisas… Y, además, ¿quién podía sospechar que un ciudadano con una vida corriente, un trabajo estable, que un ciudadano normal, un vulgar oficinista como yo era al mismo tiempo un expropiador de bancos? (Porque yo seguía yendo a la oficina. Al menos al principio, luego ya solo simulaba que iba a la oficina, por la niña más que nada, por no tener que decirle: “Rebeka, me voy al trabajo, hoy me toca un atraco en Iribertegi”).
Pero me estoy yendo por las ramas, usted disculpe. Volviendo al accidente, la cuestión es que una vez que metí el cuerpo del pelotari al coche no se me ocurrió otra idea mejor que llevármelo a casa. La bicicleta, por el contrario, la arrojé a mitad del puerto, por donde la sima de Isilpekoleze, sin imaginar ni por asomo que solo una semana después se presentarían allí los de Aranzadi, a buscar fósiles de mamuts y rinocerontes lanudos.
Total, que, una vez que me deshice de la bicicleta, seguí conduciendo hasta Zarraluki. Allí tuve suerte y no me vio llegar nadie. Eran las tres o las cuatro de la tarde de un día de agosto y hacía un calor horroroso, así que todo el mundo estaba en sus casas echando la siesta.
Recuerdo que aparqué en la cochera y que dejé el cuerpo allí, con el casco de cestapuntista y el cinturón de seguridad puestos. Hasta el día siguiente.
Aquella noche no pegué ojo. “¿Y si llamo mañana a la Guardia Civil y les digo lo que ha ocurrido, les cuento la verdad, que ha sido un accidente, pero que me he asustado?”, me decía. “¿Pero claro, por qué me he asustado? Eso puede levantar sospechas, registrarán la casa... Y, además, ¿qué va a pasar cuando la gente se entere de que he sido yo el que ha matado a Iturri IV? Les va a dar lo mismo que haya sido un accidente, en el valle es un ídolo, todo el mundo lo adora…”. Así toda la noche.
Un poco antes de que amaneciera ya no soporté más aquella tortura y bajé a la cochera, con la esperanza un tanto ilusa de que todo se hubiera resuelto, del mismo modo que a veces se soluciona un problema técnico con un ordenador o un electrodoméstico, dejándolo apagado durante unas horas. Sin embargo, el cuerpo de Iturri IV seguía allí.
La sangre alrededor de la brecha en la sien se había secado y su rostro era de color azul. Parecía un pitufo. Estaba frío, pero, era curioso, no olía mal, ni había moscas.
Esta vez no quise arriesgarme y metí el cuerpo en el maletero. De todos modos, no me crucé con nadie mientras conducía en dirección a la presa. Aparqué junto al aliviadero que quedaba más próximo a la carretera. Los guardas jurados no solían acercarse demasiado a esa zona, porque los niños del pueblo les arrojaban piedras.
Me costó arrastrar a Iturri IV hasta la boca del aliviadero, aquel gigantesco agujero negro, tan profundo que no se veía el fondo. Alguna vez, mientras fantaseaba con la idea de convertirme en un asesino en serie de ciclistas, había imaginado que aquel sería el lugar perfecto para deshacerse de un cuerpo. Al menos hasta que llenaran el pantano, si es que alguna vez conseguían hacerlo, y aquel gigantesco desagüe lo escupiera...
En fin, lo que sucedió después, ya se lo puede usted imaginar. Es ahí donde tienen que buscar. Ahí abajo encontrarán a Iturri IV. No sé cómo han descubierto que fui yo quien lo atropelló. Supongo que después de que, por fin, me detuvieran en el último atraco, el vendedor ambulante habría visto mi foto en algún periódico y habría atado cabos. No se lo reprocho.
Que él haya sido el principal sospechoso durante todo este tiempo, desde que los de Arazandi encontraron la bicicleta en Isilpekoleze y la Guardia Civil identificó la marca de sus neumáticos en la carretera, me remordía la conciencia, casi en la misma medida que el hecho de haber atropellado al pelotari, en aquel accidente −porque se lo recuerdo, una vez más, fue un accidente−.
Espero, pues, que así todos quedemos en paz. Y que ahora yo pueda, por fin, dormir tranquilo. Aunque sea en una celda. Y por eso le confieso todo esto, señor juez: para dejar de una vez de escuchar en mis pesadillas aquel grito espeluznante, Kaben zoooootz!, ahogándose en la boca del aliviadero, mientras Iturri IV caía al fondo del mismo.