Con la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo y visera roja camina Juan Carlos a paso firme por las calles del cementerio de Santa Isabel en busca del panteón familiar.
En sus manos lleva un bonito tiesto de crisantemos amarillos porque “es el color que le gusta a mi mujer”, dice. Con solemnidad los deposita sobre la tumba de sus padres Nicolasa y Atanasio y reza en silencio.
Es el mismo silencio que reina en todo el cementerio, pese al goteo continuo de personas que visitan el camposanto para, con sumo respeto, depositar flores sobre las tumbas de sus seres queridos fallecidos. Respeto, mucho respeto para los difuntos es lo que se vive hoy, día de Todos los Santos, en Santa Isabel.
Un par de policías municipales custodian la entrada por Portal de Arriaga. A unos pasos, tres floristas venden dalias, claveles, lirios, gladiolos y crisantemos, muchos crisantemos, sobre todo blancos. Y los testigos de Jehová aprovechan la jornada para difundir su mensaje.
A Juan Carlos se le enrojecen los ojos al recordar a sus padres. Confiesa que, de vez en cuando, no mucho, se acerca al cementerio para sentirlos más cerca, pero en Todos los Santos acude siempre. Es su ritual, al igual que el de las decenas de personas que rezan y lloran ante las tumbas de sus seres queridos.
La mayoría son personas de avanzada edad, aunque también entra algún niño o niña acompañando a sus mayores. “Los jóvenes pasan de todo...; bueno, habrá más en El Salvador”, señala Juan Carlos, consciente de que la afluencia a Santa Isabel cada año es menor.
La tradición de visitar los cementerios el 1 de noviembre persiste, pero en este céntrico camposanto de Gasteiz ya solo se entierra en panteones ya adquiridos, no se ofrecen nuevas concesiones, puesto que son construcciones privadas, a diferencia de lo que ocurre en El Salvador, donde las edificaciones funerarias son de titularidad municipal. El Ayuntamiento las cede por un tiempo determinado mediante una concesión administrativa.
Pero Santa Isabel es más que un cementerio. Es un espacio de memoria, pero también un espacio de arte e historia, como muestra la variedad de construcciones funerarias que perduran desde hace siglos. Monumentos y capillas; panteones y tumbas que dan fe de las diferencias entre familias y del poderío económico de unas sobre otras, no solo en vida sino también en muerte.
En forma de pirámide se alza el monumento funerario en el que la familia Santamaría Díaz inscribió las donaciones a los pobres de Vicente, Indalecio e Higinia. Con grandiosidad se levantó también el sepulcro de Julián Zulueta Amondo, marqués de Álava, en 1882.
Hijo de una familia de labradores marchó a Cuba a trabajar con un tío; con ingenio azucarero comenzó a comerciar, primero con víveres, luego con esclavos y así, poco a poco, fue amasando su fortuna. “Industrial, negrero, emprendedor y político”, reza la inscripción de la placa que narra parte de su vida.
Por la calle San Josef regresa Josefina Ibarrondo de su visita al panteón en el que yacen sus familiares, su madre, que estuvo siete años en coma y algún hermano. Le acompaña Ana. “Es un recuerdo triste y habitualmente tratamos de huir de los recuerdos tristes; mis amigas me dicen que no venga, que los difuntos están bien ahí, que es mejor dejarles que descansen tranquilos en el cementerio, pero yo prefiero venir porque es un día muy especial en el que te acuerdas mucho de los que ya no están”, piensa.
Cuenta que habitualmente visita Santa Isabel desde pequeña, “desde que falleció mi abuelo y mi madre me traía”, rememora. Una tradición que continuó con la muerte de sus hermanos. Ahí lo pasó realmente mal.
“Me costó mucho reponerme, ahora ya puedo hablar de su muerte, antes no; por eso, prefiero venir acompañada, al menos así lo hablo con alguien y el dolor parece que se suaviza”, señala mientras camina del brazo de Ana.
RECUERDOS Y DOLOR
El dolor de Marta, en cambio, es mucho más reciente, lo delatan sus llorosos ojos. Su padre Pedro falleció en julio y sus restos ya reposan junto a su madre Nati, muerta hace once años. “Todo es tan reciente que Me acuerdo a todas horas, también en casa, no es necesario venir al cementerio, pero hoy he querido hacerlo”, confiesa.
Algunas lápidas tienen inscrita una larga lista de nombres, como la de la familia Echevarria Aróstegui, el primero de 1915. En otras tumbas, incluso han tenido que añadir una segunda placa porque ya no cabían más nombres de fallecidos. El cementerio también es un fiel reflejo de los cambios sociales en torno a la vida, tan longeva hoy, y la muerte.
Así, las lápidas más antiguas recuerdan a personas fallecidas con 28, 48 y 52 años; las más nuevas, en cambio, a los ochentaitantos y noventaitantos. Es la memoria que guarda Santa Isabel.