Los cipreses son una de las señas de identidad del cementerio de Santa Isabel. Acentúan con su presencia la monumentalidad de un camposanto peculiar, de riqueza extraordinaria.

Desde su atalaya, repartidos aquí y allá, vigilan panteones y sepulturas como fieles testigos de una historia centenaria y repleta de anécdotas, tradiciones e, incluso, supersticiones propias de un recinto repleto de almas. Han crecido hasta erigirse en hitos monumentales de un espacio que, pese a su trascendencia histórica, apenas es conocido por el común de los gasteiztarras.

Los cipreses dan paso a un boj tan mimado como las tumbas más significativas de la necrópolis. No en vano, en Santa Isabel reposan los restos de gran parte de los apellidos ilustres que han marcado y marcan la historia de la ciudad y del territorio en los últimos 200 años largos.

Un breve paseo por sus calles trazadas al estilo del ordenamiento urbano de los principales ensanches europeos sirve para comprobar la trascendencia de quienes allí reposan. Iradier, De Álava, Elías Romero, Aranegui, Ajuria, Cano y Alba, Zulueta, Atauri y La Torre, Arrieta, Alfaro Fournier, Martínez de Lizardui son solo alguna de las sagas que decoran con sus panteones y sepulturas un espacio muy especial. Incluso el Sacamantecas y su sanguinario curriculum vitae encuentran hueco entre tanto insigne vecino y sus últimas moradas.

Bajo tales premisas, no es de extrañar que el camposanto ofrezca un programa de visitas guiadas a la demanda para descifrar las claves de un espacio que disecciona a través de su arquitectura funeraria la evolución de la capital y de su entorno, de la sociedad y de sus estilos, de sus gentes y de sus clases dirigentes. Lógicamente, allí no faltan los espacios reservados para la soldadesca y sus oficiales y para el clero, otrora, claves para entender la Vitoria pretérita, y base de la ciudad de hoy día.

Porque, en un principio, Santa Isabel acogía a quienes perdían la vida, independientemente de su calidad económica. En un trazado dibujado con tiralíneas, con calles verticales y horizontales delimitando manzanas, los más pudientes adquirían el espacio en la linde con cada vial para levantar mausoleos y sepulturas mientras que el común de los mortales se conformaba con reposar en los espacios interiores, donde se adocenaban los enterramientos, quizás, con pequeños alzados como detalle nominal del fallecido.

Desde 1808 Aquella fue la génesis de un espacio que surgió para dar respuesta a un problema acuciante en una época ya lejana. Entonces, las enfermedades de contagio sufrieron un repunte considerable y, por ende, la mortalidad se disparó debido a las guerras napoleónicas y a la ausencia de las mínimas nociones de salud pública.

De hecho, dicen las crónicas que los incrementos de mortandad debido a las acciones bélicas, al hambre y a la ausencia de condiciones mínimas de salubridad saturaron las iglesias –que es donde se acostumbraba a enterrar a los fallecidos–, que ya estaban atestadas de cadáveres y que en muchas ocasiones aquellos apenas distaban una losa de los pies de los fieles que acudían a los oficios religiosos.

Ante aquel panorama, y ante las presiones del Gobierno central para disponer de las infraestructuras necesarias para ganar en salubridad, la ciudad eligió en 1795 unos terrenos junto a la capilla de Santa Isabel en los que ya había habido enterramientos militares. Al parecer, no era el mejor lugar por la humedad que se acumulaba en el terreno. Pero aquel detalle no importó.

El proyecto comenzó a materializarse en 1805. Para mayo del año siguiente ya se había rematado la tapia exterior. Al aumentar el tránsito de soldados, causa de la epidemia de tifus que azotó Vitoria en 1808, se aceleraron los trámites de bendición de la nueva necrópolis y se permitió a los cadáveres afectados por la enfermedad se condujeran directamente a Santa Isabel.

Desde entonces, varias reformas y remodelaciones (1822, 1848, 1854, 1871, 1875, 1907, 1924 y 1956) conformaron la imagen actual de un camposanto muy especial. Esa calidad y ese carácter llevó por ejemplo en 1877 al Ayuntamiento de Madrid a pedir datos sobre Santa Isabel con motivo de la construcción en la capital del Estado de dos grandes camposantos.

En la documentación rescatada por Marta Extramiana –licenciada en Bellas Artes e Historia del Arte y redactora de una tesina en 2003 sobre el camposanto– se recoge literalmente que “el único cementerio de Vitoria se halla situado al Norte de la población en terreno llano y despejado, sin que colinas y edificios estorben la libre circulación del aire, y es hoy sin disputa uno de los cementerios más bonitos y completos de España. Ocupa un área de 29.500 metros cuadrados, toda cercada de paredes, y encierra unos 700 panteones todos de piedra labrada y algunos de muy buen gusto y riqueza”.

57.000 metros cuadrados

Esas características repartidas por poco más de 57.000 metros cuadrados son fruto del ingenio de los responsables de cada una de las actualizaciones de la necrópolis que, sin un plan prefijado desde el principio, ofrece hoy matices neoclásicos, organización ortogonal y claridad compositiva, con un enfoque romántico de cementerio-jardín, salpicado de plantaciones apropiadas y de monumentos que aportarán sorpresa pintoresca y solemne, explica Extramiana en el documento editado desde el Ayuntamiento de la capital alavesa sobre Santa Isabel con fines de información turística.

Ejemplos

Un breve paseo por las calles del espacio sirven para encontrar, entre otras muchas, la capilla-panteón de la familia Hidalgo-Abreu, con estructura clásica y matices romanos. No lejos de ella está la capilla-panteón de Cosme Carrión –cuyo propietario inicial era dueño de un conocido negocio de instrumentos musicales–, también de inspiración romana. Por su parte, el panteón Tauste, del creador del ya extinto Banco de Vitoria, es “una obra modernista, ecléctica y con elementos medievales”, explica Extramiana.

La capilla panteón Atuari y La Torre es de planta octogonal y estilo neogótico. También destaca el panteón Zulueta, de estilo neomarienista, que perteneció al marqués de Álava, un indiano con pasado esclavista y padre del impulsor del palacio Zulueta. 

El panteón Rossi, por su parte, de estilo neoegipcio, deslumbra al visitante con su peculiaridad, tanto como la sepultura de la familia Arana-Lahidalga, con una cúpula de escamas y nervadura con dragoncillos, o el panteón de la familia Santamaría, de estructura piramidal y que recoge en sus tres lados la obra benéfica desarrollada por los integrantes de la saga.

En la calle Santa María está el sepulcro de los comerciantes José Kreibich y Francisco Helzel, con una escenografía capaz de inquietar al más sereno, con tres esculturas, con una figura central con capucha y expresión de dolor. Y en la calle San José, se encuentra el conjunto de la familia Zulueta-Urquizu, con una corona con otras tres esculturas.