El sol y la luna que tenemos por criaturitas nos han dejado claro que, por el momento, tienen intención de vivir ciertos acontecimientos con distinta intensidad. Como era de esperar, por otra parte. Invito a quien todavía se empeñe en negar la impronta que dejamos en ellas a venirse con nosotras una mañana de las próximas fiestas para que entienda lo que me digo. Cuando yo era pequeña, recogí el maravilloso guante que me brindó mi abuela materna para vivir las cosas bonitas mucho y bien, para ir allí donde hubiera música y participar de cuantos más salseos, mejor. Sin embargo, mi pareja bebió de su aita, sobre todo, la tranquilidad que emanaba de cualquier rincón verde, que no hace falta irse lejos, para dejarse llevar por el sonido del agua de un río, saber encontrar lo que a veces no vemos delante de nuestros ojos y aprender el idioma de los pájaros. Según esta premisa, evidentemente, el ambiente de jolgorio a mí me va como anillo al dedo y a ella le deja fuera de juego. Yo me siento como pez en el agua entre el gentío y a ella todo ese aluvión de información le marea. Lo mismito que a nuestras pequeñas. Cada una, inevitablemente, hace pareja con quien mejor va a entender su forma de ser. Algo que, afortunadamente, supimos asumir después de algunos días viendo el aburrimiento de una estando en algo que no le interesaba y la frustración de la otra sintiendo que se estaba perdiendo lo que más le gustaba. Así que, analizada la situación, la que se queda con mi amor se busca un parque para jugar, que los hay entre tanta fiesta, se compra unos boletos en la tómbola o se lee una revista en un banco a la sombra. Y la que se viene conmigo sabe que seguiremos a toda txaranga, haremos cola para comer unos churros y veremos entrar bailando al último gigante en su refugio hasta el día siguiente. Eso sí, para la croqueta y el mosto, siempre nos juntamos. Que eso nos gusta a todas.