Los dos principales partidos en liza negociaron un único cara a cara de formato un tanto extraño. La agraciada fue una cadena privada. Supongo que así el partido de la oposición podía adelantarse un tanto al apuntalar la idea de que lo público juega a favor de parte y que los suyos, los que informan a su favor, sí son fiables. El partido en el Gobierno, confiado en que su candidato podría merendarse a su rival cualquiera fuera el formato y sus reglas, aceptó como habría aceptado celebrar el debate en el casino del pueblo de Feijóo y moderado por su primo.

Mis hijos me han contagiado algo de su espíritu veraniego y no estoy siguiendo la campaña. Así que me armé de responsabilidad cívica y les propuse seguir el debate para comentarlo y analizarlo, para ir aprendiendo juntos y madurando nuestra capacidad política crítica. Cenamos y nos sentamos con la actitud de quien se apresta a atender, a aprender, a analizar, al menos a escuchar.

Vi saltar a dos gallitos de pelea. Picándose, sin escucharse, sin construir un diálogo del que los demás pudiéramos aprender algo distinto a jalear a uno, el de tu color, e insultar al otro. Muy pronto quizá no pasados los 3 o 4 minutos, estaban ya enfrascados en un pelea baja y sucia en que el objetivo era soltar medias verdades, datos descontextualizados y acusar al otro de mentiroso. Mis hijos, tan desconcertados como yo, me preguntaban: ¿aita, es verdad que eso es mentira? Pero antes de terminar la pregunta ya había otra acusación de mentira sobre la mesa del debate. No sabía yo a cuál contestar, si a una o a la otra, y para cuando pensaba qué decirles ya callaba mi propia voz para escuchar la siguiente acusación de mentira. Mi labor de fact-checking amateur en casa fracasó tanto o más que la de los silentes moderados.

Los moderadores ni siquiera intentaron honrar el nombre que se les da. No les reprocho que no aclararan lo que era cierto o no. Les habría resultado tan imposible como a mí. No se trata de una labor que pueda hacerse de modo neutral en tiempo real, simultáneamente al debate, puesto que no se trataba de identificar objetivamente lo que era o no mentira, sino del uso tramposo de insidias, maledicencias, falacias y datos manipulados que podían terminar de pintar la realidad del color que previamente hemos decidido que tiene, independientemente de cuál sea el tema, el dato o la realidad. Pero sí eché en falta que lo moderadores no trataran de reconducir el debate a algo mínimamente racional y constructivo. De los moderadores podríamos haber esperado cierto éxito en ordenar el tráfico, evitar que los contendientes se interrumpieran y se quitaran la palabra. No los vi si quiera intentarlo.

En la nueva política esas formas funcionan y triunfan. El debate electoral entre dos estadistas reconvertido en la tertulia más tonta del programa más amarillista, de esas en que los contertulios se pisan, se quitan la palabra, se molestan con frasecitas como no te pongas nervioso que supuestamente son comodines ganadores a ojos de los necios.

Yo quería aprovechar el debate para comentar en casa sobre política grande, sobre ideas, sobre las políticas que van a construir España en los próximos años y me topé con una contienda de semifinal provincial de gallitos sobreexcitados. Juraría que no llegué a los 10 minutos de debate cuando les propuse a mis hijos, agotado ya de no sacar nada en limpio de todo ese desagradable espectáculo, que cambiaran de canal y buscaran algo menos dañino.

En el momento en que la miserable maledicencia trumpista sobre los jefes de Correos no nos indigne, es que hemos tocado fondo. De ahí a la toma del Capitolio todo es cuesta abajo.

No puedo criticar un debate que no vi. Solo hablo de un inicio cuyo tono y fondo responden a un momento de polarización política en España que hace un daño gigantesco a un país que no es tan malo como el juego político aparenta creer y, posiblemente, como profecía autocumplida, conseguirá que sea.