La infancia tiene grandes y maravillosas virtudes y también características intrínsecas que ponen a prueba nuestros recursos, reflejos y capacidad de adaptación. Sin duda, yo me quedaría con el llamado románticamente don de la oportunidad, que en algunos casos puede tener incluso consecuencias muy positivas pero que, en otros, te pone en alerta cuando menos te lo esperas, añadiendo un jugoso componente de tensión inesperada y unas cuantas arrugas de más en la cara. Una de mis improvisaciones sorpresivas favoritas, porque ya me lo tomo con humor, es la referente a las necesidades fisiológicas de mis criaturas. Una vez conquistado el control de esfínteres, llega el más difícil todavía equilibrio entre las necesidades y los deseos. Esto es, entre ser consciente de que cuando necesitas ir al baño deberías escuchar a tu cuerpo serrano, en vez de prolongar el momento trepando por un árbol hasta que la cosa sea ya inevitable. Mis hijas pueden estar horas y horas sin ir al aseo (me pregunto si el tamaño de su vejiga será el normal o si hemos traído al mundo a dos portentos de la naturaleza), pero siempre, y digo siempre, me pedirán ir cuando no haya más posibilidad que un arbusto en un alcorque en mitad de una calle bien transitada. Da igual que les pregunte varias veces a lo largo de la tarde si necesitan ir al baño, da igual que les meta la chapa sobre los beneficios de la evacuación corporal, da igual que les advierta de que sus aguas mayores y menores ya no tienen el calibre de las de las bebés que fueron. Da igual que les ofrezca acompañarme cuando la necesidad me aprieta para aprovechar el viaje y el ejemplo, da igual la evidencia de que ya no aguantan más, representada en ese inconfundible bailecito saltando de un pie a otro. Siempre saldré de casa sabiendo que la petición vendrá a traición, que me pillará sin un entorno adecuado y, por supuesto, sin papel.
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