A la izquierda del altar mayor de la Catedral de San Esteban, en Viena, hay unas escaleras por las que se puede bajar a la cripta del templo. La llaman así, pero yo me atrevería a decir que más que cripta, el largo pasillo, con sus miles de cráneos, tibias y peronés allí dispuestos, constituye un inmenso osario, mudo testigo del siglo XVII, una de las etapas más siniestras que se ha vivido en la capital austriaca.

He hecho ese recorrido escuchando una narración escalofriante. Con ella, el guía me ha trasladado a una época en que los vieneses vivían aterrorizados con el constante temor de ser invadidos por las tribus bárbaras del Este o por sus vecinos los turcos. A fin de cuentas, la ciudad era el último baluarte de la cristiandad en el extremo oriental de Europa.

Viena, vista desde el Ayuntamiento. Begoña E. Ocerin

Aquellas gentes nunca contaron con un enemigo aún mayor: la peste. La terrible enfermedad hizo acto de presencia en 1679. El origen del mal no llegó de la parte externa de las murallas, sino que se gestó en el interior de las mismas. Los vieneses jamás pudieron pensar en las devastadoras consecuencias que iba a tener aquella pandemia.

Las reacciones que hubo en la ciudad fueron encontradas, produciéndose un auténtico caos. Quienes se lo pudieron permitir salieron de estampida hacia aldeas inmediatas en busca de seguridad. Dicen los historiadores que se registraron de 70.000 a 100.000 muertes por esa causa.

Los vieneses, que hasta entonces habían tenido fama de festejar todo lo festejable y en las mejores condiciones, tomaron conciencia de la situación que atravesaban. Hay quien asegura que fue entonces cuando les cambió el carácter y se volvieron más formales.

Augustin, el juglar

En medio de todo este desorden vivía Max Augustin, un individuo con una particular forma de entender la vida: nunca tuvo conciencia de la realidad. Era un desastre como persona, ya que cuando raramente no estaba ebrio se lo tomaba todo a broma. Su figura era inconfundible. Recorría las calles tocando una vieja gaita cuyas notas caían como mazazos entre quienes eran conscientes de la difícil situación por la que atravesaban.

Ilustración de la Viena de Augustin.

Ilustración de la Viena de Augustin. Cedida

A pesar de todo, Augustin era querido, tal vez por eso de que en tiempos normales ejercía como bufón de la ciudad y como tal resultaba imprescindible en las fiestas donde había vino sobre las mesas. Todos decían que era gafe, pero a él le importaba poco. Es más, se mofaba de esta reputación.

Cada jornada, al mediodía, Augustin recorría los restaurantes de la ciudad alegrando a los comensales con las melodías de su gaita, sus chistes y ocurrencias. A veces se le invitaba a sentarse a una mesa, momento que aprovechaba para rebañar cuanto podía y regar el estómago. Por las noches repetía la operación y frecuentemente dormitaba en algún rincón porque no acertaba a encontrar su casa.

Éste era su diario quehacer que no alteró ni cuando la peste se adueñó de la ciudad. Sus coplas trataban de dar salero a la vida y de buscar siempre el lado optimista de las cosas. De ahí que sus amigos olvidaran el Max de la pila bautismal y le apodaran Lieber (“querido” en alemán).

Interior del restaurante Griechenbeisl, famoso por sus firmas. Begoña E. Ocerin

Rincón inolvidable

Una de las paradas obligatorias del querido Augustin era un mesón llamado Reichenberger Beisel situado en la Griechengasse número 9 del barrio griego vienés. El edificio, construido en 1447, estaba apoyado en la muralla y era donde los comerciantes de telas negociaban el material que recibían de Atenas. Con el tiempo, el establecimiento fue cambiando de dueño y de nombre hasta llegar al actual de Griechenbeisl.

El restaurante también ha evolucionado y hoy en día no se puede decir que se conoce Viena si no se ha pasado por aquí. Me explico. El exterior parece haber sido sacado de un cuento infantil: fachada medieval roja con enredadera que le aporta color verde, ventanas de época… Y el interior está compuesto por varias salitas pequeñas dotadas de primorosas ambientaciones. Cuando las voy recorriendo me da la impresión de que cualquiera de ellas es apta para una reunión de conspiradores y, sin embargo… “Este establecimiento data de 1447 y todas las firmas que hay en las paredes de esta habitación corresponden a la gente significada que ha pasado por aquí” me dice el Herrober tras servirme una jarra de cerveza y una Strudel, la deliciosa tarta de manzana vienesa.

Detalle de las firmas. Begoña E. Ocerin

Echo una mirada en derredor y me veo incapaz de calcular los miles de firmas que han quedado sobre el fondo ocre de las paredes y la bóveda. Veo a mi altura la de Hans Moser, uno de los intérpretes más apreciados de las películas costumbristas vienesas. Pero hay que aguzar mucho la vista porque todas están pegadas una a otras sin apenas dejar espacio libre para nuevas. El camarero conoce al dedillo la situación de las más conocidas.

Toma la vara que tiene dispuesta para gente curiosa como yo y empieza a señalar. “Aquí puede ver la de Richard Wagner. Esta otra es la del actor francés Jean Marais y junto a él, naturalmente, la de Jean Cocteau. Johnny Weissmüller, el mejor Tarzán, también dejó su huella. Como Josephine Baker, Colette, Toscanini…”. La vara se va deslizando y para mi asombro continúa con los nombres: “Esta es la firma de Mozart. Esta otra pertenece a Brahms y aquí tiene la de Schubert”. Obviamente no falta la de Strauss. En la parte superior se encuentra la joya de la corona, la signatura de Beethoven.

También están Mark Twain, el inolvidable autor de Las aventuras de Tom Sawyer, y Ferdinand Waldmüller, tan buen pintor como escritor. El listado sería interminable, pero valga esta muestra para hacer notar el nivel de las firmas. Algunas figuras contemporáneas han dejado su firma estampada en sus propios retratos, caso de Pavarotti por decir uno. Todo este legado está protegido por la ley.

Me tomo un descanso para tratar de asimilar la emoción de este momento y de paso acabar la tarta y echar un trago. Por cierto, aseguran que el Schnitzel y el Gulash que se sirve en esta casa son de probar... y repetir. A pesar de ello me abstengo y lo dejo para otra visita. Francamente, tras el dulce no me apetece el filete de carne empanado ni el guisado húngaro picantillo.

Escultura de Augustin. Begoña E. Ocerin

El efecto de la cerveza

Le pregunto al Herrober por la posible firma del querido Augustin. “Augustin pasó a la historia urbana de Viena por méritos propios. Se cuentan de él aventuras sin fin. Muchas no son ciertas, pero le son atribuidas. Hay una, sin embargo, que sí parece que fue real. Al menos es la que aquí conoce todo el mundo”, contesta. Hace una pausa y aprovecha para sacar otra cerveza. El relato hay que saber digerirlo.

Para atajar la epidemia de peste fue necesario crear un equipo de sepultureros que iban casa por casa sacando los cadáveres para dejarlos en depósitos a fin de llevarlos a fosas comunes del exterior de las murallas donde eran incinerados. Una noche, Augustin, en el colmo de su borrachera, no consiguió encontrar el camino a su casa y se echó a dormir junto a una pila de cadáveres infectados. Los sepultureros lo confundieron con los cuerpos que había a su alrededor y lo trasladaron, incluida la gaita, al exterior para proceder a su cremación.

A la mañana siguiente nuestro hombre despertó. Consciente del siniestro lugar donde se encontraba, se hizo a la idea del final que le esperaba. A la sorpresa inicial siguió el conformismo. Tomó la gaita y se puso a tocar. Quería morir tal y como había vivido. Y hubiera sido así de no haber un sepulturero próximo que escuchó las notas del instrumento y se asomó a la fosa viendo el macabro espectáculo.

Otra referencia de Augustin en la ciudad de Viena.

Otra referencia de Augustin en la ciudad de Viena. Begoña E. Ocerin

Se rompe el gafe

Al día siguiente del rescate, Augustin volvió a hacer su recorrido habitual, pero mucho más ufano que antes. Lo más curioso del caso es que no se contagió echando por tierra su fama de gafe. De lo que no ha quedado constancia es de si a partir de entonces subió su cachet. Augustin fue un motivo de esperanza para los vieneses. Alguien compuso la canción “¡Oh, du lieber Augustin!”, imprescindible en el repertorio de cualquier banda de música de cervecería y uno de los hits de la Oktoberfest muniquesa

LA CANCIÓN DE AUGUSTIN

“Oh, querido Agustín, ¡todo se acabó! / El dinero se acabó, la chica se fue… ¡Todo se acabó! / Oh, querido Agustín, ¡todo se acabó! / El abrigo se rompió, el bastón se perdió... / Agustín está en un cenagal. / Oh, querido Agustín, ¡todo se acabó! / Hasta la rica Viena está pelada, como Agustín. / Y llora conmigo por el mismo motivo. / ¡Todo se acabó! / Cada día era una fiesta, ¿y ahora qué?”