El óbito de su Majestad la reina Isabel II nos ha colocado ante la terrible certeza de que lo único que podemos dar por hecho en esta vida es la muerte, de que el tiempo nunca se detiene y de que cada vuelta que da la aguja larga de nuestros relojes es un minuto más y un minuto menos, también para la reina de Inglaterra, para su madre, a la que recogió el Señor a los 101 años de edad, pero la recogió; y para todo el mundo. Desde nuestra limitada perspectiva de pequeños seres sintientes en un universo que no somos capaces de comprender ni en lo espacial ni en lo temporal creemos inmutable todo aquello que no ha cambiado desde que nacimos, y sentimos que por el hecho de haber vivido siempre en paz y con la barriga llena nunca pasaremos penurias ni fatigas, que al haber estado siempre sanos nunca enfermaremos, que necesariamente quienes hoy nos rodean y arropan mañana también lo harán. Pues no. Hoy es hoy y mañana ya se verá, como bien sabían nuestras bisabuelas cuando hacían cola para hacerse con una lata de leche en polvo después de la Guerra, y como bien saben ahora los ucranianos que a finales de febrero tomaban cañas en el centro de Kiev, incapaces de asimilar la evidencia de lo que se les venía encima. l