Me habré puesto cuatro o cinco veces una txapela. Las reacciones de mi entorno no han podido ser más dispares. Desde “¡Anda, quítate eso de la cabeza, que das pena!” hasta “¡Joder, qué bien te queda, si parece que has nacido para llevarla!”. La verdad es que a mí no me disgustaba la estampa que me devolvía el espejo, pero luego me comparaba con mi tío-abuelo Josetxu, que se chupó un porrón de años en la trena por montar las huelgas de la metalurgia en los 50 del siglo pasado, y me parecía que no estaba a la altura del porte con que la lucieron él, Joxemiel Barandiaran, Jesús Maria Leizaola, Manuel de Irujo, Joseba Elosegi, el comunista Juan Astigarrabia o el sabio expresidente de Navarra Juan Cruz Alli. Podría citar otras miles de personas no tan conocidas –hombres y mujeres– que la llevaron o la llevan con enorme elegancia, subrayando cada cual su carácter como solo la pieza de la que hablamos puede hacer.

Lo que no he conocido jamás es nadie que se la encaje a rosca, según la broma al uso que se hace, por cierto, no solo sobre la txapela sino sobre todas las prendas de su familia. Por eso confieso que, aunque conozco hasta qué nivel de simpleza argumental puede llegar el PP en general y el vasco en particular, jamás imaginé que los hoy acaudillados por Javier de Andrés fueran capaces de amorrarse al pilo del chiste chusco para evacuar un vídeo que, amén de no tener ni puñetera gracia, es una enorme falta de respeto a ciudadanas y ciudadanos cuyo voto, se supone, aspiran a conseguir. Además del enésimo retrato a escala de su desprecio por el pueblo en el que pretenden pintar algo (súmese a la utilización zafia del euskera como arma arrojadiza), es la muestra de la nula evolución de un partido que, pudiendo ser la opción de una derecha española civilizada, sigue empeñado en un discurso que apesta a naftalina indistinguible de la oferta de Vox.