Capítulo uno

No sé cómo he llegado hasta aquí. Me encuentro detenido en el último escalón, paralizado. 

Observo mi pie inmóvil, apoyado en la estructura de metal que da paso al escenario. Si me impulso hacia delante, traspasaré esa frontera imaginaria que separa un mundo de otro.

Noto la adrenalina recorriendo mi cuerpo. También los latidos de mi corazón acelerado.

Levanto la mirada y el cambio de perspectiva me impresiona: diez mil personas llenan el velódromo de Anoeta en San Sebastián. Me siento más pequeño todavía, más frágil. 

El tiempo se detiene mientras mi cabeza intenta registrar todo cuanto sucede a mi alrededor. El ruido es ensordecedor, gritos y aplausos caldean el ambiente. Es febrero y hace frío fuera, pero nadie lo siente.

El humo del tabaco ha creado una neblina que flota y se eleva, formando figuras caprichosas. Las luces de los focos realzan esa apariencia fantasmal y me deslumbran. Esquivo el haz de luz y entonces lo veo: un hombre sentado en la parte de atrás del escenario me hace señas para que me acerque.

Logro que mi cuerpo responda, que mi mano deje de aferrarse a la barandilla, y me dirijo hacia él como un barco que persigue las señales de un faro en medio de la tempestad. Me recibe con afecto, me ofrece un vaso de agua que me bebo casi sin respirar y noto que recupero el control.

Conservo una fotografía en blanco y negro de aquel momento.

FICHA

  • Título: ‘Memoria
  • Autor: Pablo Benegas
  • Género: Memorias
  • Editorial: Plaza & Janes
  • Páginas: 248

Un hombre y un niño, sentados, miramos a la cámara como si el fotógrafo hubiera llamado nuestra atención. Yo apenas alcanzo a ver por encima de la mesa, con las manos entrelazadas en gesto aún nervioso. Sonrío.

Compartimos esa especial complicidad del que se encuentra encima de un escenario, vulnerable, expuesto a las miradas del resto de la gente.

Hay otro detalle en ese instante rescatado de la memoria de aquel tiempo que me encanta: detrás de nosotros puede leerse un fragmento de un mensaje mayor: «la paz». La casualidad - o la mirada del fotógrafo - quiso que esas palabras y no otras sobrevivieran en su objetivo y enmarcasen para siempre mi recuerdo de Enrique Casas.

Aquel febrero de 1984 se celebraban elecciones autonómicas vascas. Era uno de los días importantes de la campaña, un mitin en el que participaron Alfonso Guerra, entonces vicepresidente del Gobierno, así como algunos de los grandes nombres del Partido Socialista de Euskadi, con Ramón Rubial o Enrique Múgica entre ellos.

Yo había ido al velódromo de Anoeta con mi abuela María Teresa, ya que mi padre, José María Benegas, «Txiki», era el candidato a lehendakari por el PSE. Mi madre acostumbraba a seguir las intervenciones desde la grada, ya que nunca le gustó el protagonismo ni ejercer en público de «mujer de».

Siempre disfrutó de un discreto segundo plano. Pero mi abuela - la mayor fan de mi padre - ocupó la primera fila, y yo con ella.

Supongo que a mis siete años y después de llevar un buen rato sentado escuchando hablar a señores de cosas que no entendía, comencé a aburrirme y aproveché un descuido de mi abuela para salir corriendo hacia los brazos de mi padre, que en ese momento había tomado la palabra.

Enrique evitó el desastre.

En aquel contexto terriblemente difícil del que lo desconocía todo, lo único que yo sabía era que Enrique Casas era amigo de mi padre. Solían jugar a pala los fines de semana en un frontón del barrio donde vivía Enrique.

Mi hermana Teresa y yo aprovechábamos para jugar con sus cuatro hijos mientras mi madre y Bárbara Dührkop, su mujer, hablaban de sus vidas paralelas. También era habitual verlo por nuestra casa, debatiendo con mi padre asuntos del partido. Tenían mucha confianza y sintonía personal y política. Compañero leal, su amistad era profunda e inquebrantable.

Nadie vuelve a ser el mismo después de pisar un escenario.

No importa lo que suceda arriba. Para bien o para mal, nunca baja la misma persona que subió.

Yo viví esa experiencia por primera vez a su lado.

Pocos días después de aquel mitin -cinco, para ser exactos-, me sobresaltó un sonido desconocido que rasgaba el silencio de casa. Desde algún lugar cercano llegaba un lamento que se filtraba en mi habitación despertando mi inquietud. Dejé de jugar, pero no solté mis muñecos, a los que apretaba con fuerza como si en algún momento fuera a necesitar su ayuda.

Me concentré hasta identificar la puerta por la que se colaba aquel quejido nuevo para mí. Se trataba de la habitación de mis padres, pero no podía ser. Eso era imposible. No sabía qué pensar.

Abandoné mi cuarto dejando sin saberlo un pedacito de mi infancia entre mis juguetes y seguí su rastro. Mientras avanzaba por el pasillo sentía crecer el miedo, su miedo. Hay pocas cosas que se contagien más rápido que el miedo.

La curiosidad del niño tiraba de mí en dirección al origen de aquel sonido angustioso, pero había algo que me hacía caminar muy despacio, igual que cuando me despertaba de noche e iba de puntillas al cuarto para dormir con mi madre, aprovechando las ausencias de mi padre.

Esa tarde seguí las señales del dolor, que eran profundas y descarnadas. De la habitación de mis padres salía dolor a borbotones.

Portada de 'Memoria', de Pablo Benegas. Elkar

Encontré la puerta abierta, me apoyé en el marco y esperé unos segundos antes de asomarme. Observé la estancia en penumbra, tenuemente iluminada por su lámpara amarilleada por el humo del tabaco.

A primera vista se trataba del mismo dormitorio de siempre, lleno de libros y calaminas, el del retrato del lunar estilo Picasso que mi padre hizo de mi madre cuando eran novios, el del colorido de las corbatas del aita y los pañuelos de la ama, el que tenía la mejor cama del mundo, esa en la que había encontrado abrazo y calor en noches de pesadillas.

Sin embargo, el cálido refugio de mis noches de insomnio transmitía ahora una atmósfera sombría y tenebrosa.

Desde donde yo me encontraba, solo intuía un cuerpo bajo la manta. No alcanzaba a ver la cara. Su llanto roto, sin ritmo, entrecortado, de los de verdad, con congoja, me apretaba el estómago como si me lo estuvieran pisando; estaba asustado. A pesar de la hora, mi madre estaba metida en la cama.

Me acerqué desde el lado donde dormía mi padre, que no estaba en casa. Me subí despacio, con toda la delicadeza posible, y me abracé a ella por detrás. No hubo reacción. No se movió. Toda su energía estaba concentrada en llorar, incapaz de hacer otra cosa.

En ese momento repetí la lección que tantas veces había escuchado y le dije: «Ama no llores, no pasa nada». Pero ella no tenía consuelo. El dolor de lo incomprensible no tiene abrazo.

Como si intuyera que la respuesta no me iba a gustar, no le pregunté por el motivo de sus lágrimas. Recuerdo la sensación de estar incómodo. Aquello me quedaba muy grande. Se invertían de golpe los papeles. Era yo el que iba a atender el llanto de mi madre, el que tenía la responsabilidad de calmar su tristeza.

Mi referente, el contrapeso del globo, mi canción de cuna, era ahora un grito de dolor. El muro sobre el que chutaba el balón se había derrumbado y la pelota no rebotaba, no sabía qué hacer.

Aliviar la tristeza de alguien es un poema que no siempre sabemos interpretar. Los años me han enseñado que en ocasiones basta con estar cerca y el silencio se encarga de lo demás. Pero aquella era mi primera vez, y con toda mi ingenuidad recurrí a unas palabras que ella todavía recuerda: «Yo creía que las madres no lloraban».

Vamos, que lo bordé.

En ese momento resultaba imposible para mí imaginar siquiera la magnitud de lo que había pasado: mis padres acababan de perder a su queridísimo Enrique Casas, asesinado en su domicilio por los Comandos Autónomos Anticapitalistas, escisión de ETA.

Aquella tarde me asomé por primera vez a un tipo de dolor que no tiene cura, que solo puede llorarse hasta que no queden lágrimas. Fue mi primer contacto con el terror.

José Antonio Marina escribió en Anatomía del miedo que «el animal y el cobarde siguen siempre la lógica de la facilidad».

El día anterior al atentado, al despedirse, Enrique le pidió a mi padre que tuviera cuidado, ya que tenían la información que manejaba el Ministerio del Interior que lo señalaba como uno de los objetivos de ETA en aquellas elecciones autonómicas. Mi padre le contestó que no se preocupara, que no era un objetivo fácil porque llevaba escolta y que el que tenía que tomar precauciones era él.

El asesinato del senador Enrique Casas marcó a una generación de jóvenes donostiarras y vascos. Lo he podido contrastar con amigos y coincidimos en que era la primera vez que ETA aparecía en nuestras vidas con esa nitidez de los recuerdos que sirven de umbral a la vida adulta, a la complejidad de sus preocupaciones y desvelos.

Aquella tragedia ocupó las conversaciones familiares a la hora de la cena, los niños guardábamos silencio cuando su imagen aparecía en el telediario, pero después nos atrevíamos a preguntar por lo que había sucedido.

Este atentado llamó por primera vez la atención de mi generación sobre ETA, aunque la banda terrorista independentista vasca llevara ya matando más de quince años, tanto en Euskadi como en el resto de España.

Te puede interesar:

Pablo Benegas, guitarrista, compositor y autor de 'Memoria'. Cedida

SOBRE EL AUTOR

PABLO BENEGAS

Pablo Benegas (San Sebastián, 1976) es guitarrista, compositor y uno de los miembros fundadores de La Oreja de Van Gogh, mítico grupo de pop rock con más de veinticinco años de trayectoria sobre los escenarios. En Memoria relata en primera persona sus recuerdos: desde una infancia marcada por el terrorismo de ETA hasta el éxito de una de las bandas más reconocidas e icónicas del panorama musical español.