Domingo, 16 de febrero de 2020. Santuario San Miguel in Excelsis, sierra de Aralar 17:00

FALTAN SEIS DÍAS PARA LA GALA

-Recuérdame por qué a ti te han ascendido a inspector y yo me he pasado los últimos seis meses limpiando la junta de las baldosas con un cepillo de dientes —dijo el forense Aitor Intxaurraga, al tiempo que trataba de sacar su raqueta de entre la nieve. 

—Todo son prisas para vosotros, los jóvenes —respondió el inspector Otamendi sin hacerle mucho caso, concentrado en lo que hacían varios metros más arriba sus dos subordinados, los agentes Llarena y Gómez—. Lo queréis todo ya, ahora. No sabéis vivir el presente. Mira. Mira qué paisaje, qué belleza —le dijo para que se distrajera, quitándoselo de encima.

Aitor levantó la cabeza. Si no le costase tanto avanzar, convendría en que el entorno era espectacular. Tras una noche de temporal salvaje, la visibilidad desde el mirador era absoluta y se podía disfrutar del valle de Sakana prácticamente en su totalidad, unos mil metros más abajo, rajado en el centro por la autovía A-10. Frente a ellos, al otro lado de la hondonada, formando un muro calcáreo infranqueable, se alzaban las sierras de Andía y Urbasa. La panorámica era nueva para él; jamás había visto tanta nieve junta, algo que, por muy idílico que pudiera parecer a primera vista, era un marrón para trabajar. «Si no, de qué me iban a haber dejado salir del Instituto de Medicina Legal», barruntó para sí, enfadado. Y es que sentía que, desde los hechos acontecidos en San Sebastián durante la noche de galerna, hacía unos pocos meses, había caído en desgracia en el Instituto y sus superiores parecían haber emprendido una actitud de represalia contra él. Pese a haber sido clave en la detención de las asesinas de tres personas y haber destapado una trama para encubrir los crímenes, había pasado el último medio año relegado a las tareas más tediosas e intrascendentes de la morgue y, en caso de tener una salida, lo había hecho siempre bajo supervisión. Aquella era una manera de recordarle que las órdenes no se desobedecían y que en el Instituto no se aceptaban conductas díscolas ni almas libres. El joven forense sabía que en aquella contada ocasión le habían soltado solo y al aire libre porque las condiciones eran nefastas, con frío, nieve y en un lugar de imposible acceso para vehículos a motor. A ninguno de sus superiores les apetecía lo más mínimo tener que subir a pie hasta el santuario de San Miguel de Aralar para certificar la muerte por hipotermia de una montañera extraviada. 

Ficha

  • Título: ‘Cordelia’
  • Autor: Peru Cámara
  • Género: Thriller 
  • Editorial: Nefelibata
  • Páginas: 400

Sin embargo, para Aitor, el fallecimiento de Izaro Arakama no era una defunción más. En Guipúzcoa morían al día trece personas, que no acostumbraban a pisar la mesa de autopsias; de hecho, desde septiembre, Aitor había certificado cuarenta y tres muertes : diecisiete por suicidio, diez en accidente de tráfico, ocho en accidente laboral, tres por ahogamiento, cuatro por infarto y una por caída mientras el fallecido se hacía un selfi. A eso había que sumarle el hallazgo de un bebé en un contenedor que, tras todas las acciones pertinentes llevadas a cabo —atestado y toma de muestras incluidas—, resultó ser un muñeco. Realista a más no poder, pero un muñeco al fin y al cabo. Esas muertes, las de verdad, abstrayéndose de la pérdida y de la tristeza de quienes rodeaban a los difuntos, entraban en la normalidad estadística de una provincia de setecientos mil habitantes. Aitor estaba frustrado y, lo que era peor y más le preocupaba, había dejado de esperar nada del Instituto de Medicina Legal, su casa, el lugar donde había soñado trabajar toda su vida. Eso era lo que más le dolía: el desapego que empezaba a sentir por aquel lugar. Por eso la defunción de Izaro Arakama era importante para él. Necesitaba recuperar esa emoción, ese vínculo entre su trabajo y el servicio a la comunidad. Aquella mujer dejaba dos huérfanos de madre, un niño y una niña, y él había vivido en sus carnes la importancia de las respuestas. Algún día, esos niños crecerían y necesitarían entender. Para eso estaba él allí.

—Otamendi, si queréis volver a pie con el cuerpo hasta vuestro coche patrulla, vais a tener que daros prisa. —La voz de Laia Palacios interrumpió sus divagaciones.

La portada de 'Cordelia'.

La portada de 'Cordelia'. Elkar

Se trataba de una experimentada agente de la unidad de montaña de la Policía Foral de Navarra y una vieja conocida del inspector Otamendi. Su homóloga navarra acudía en calidad de guía, dado que el cuerpo de Izaro Arakama había sido hallado bajo su jurisdicción. De hecho, la familia residía en Lekunberri, pero la víctima aún seguía empadronada en San Sebastián. De ahí la presencia de la Ertzaintza y del Instituto Vasco de Medicina Legal en aquel paraje. 

—Trataremos de ser raudos y veloces. ¿A que sí, doctor? —El inspector interpeló a Aitor con el codo. 

Este lo miró molesto, rodeado de incomodidades como estaba.

—Todo eso que veis es la hospedería.

Laia Palacios, de ojos rasgados y flequillo cortado a hachazos, se refería al ala sur del complejo, edificado en el desnivel más bajo del terreno: un rectángulo de piedra de tres pisos con pequeñas ventanas. La fachada estaba desconchada en algunos tramos, por los que se podía vislumbrar el hierro corrugado de la estructura. La policía foral les contó que aquella ala sur había hecho las veces de albergue, orfanato y escuela, alojando a los niños del valle cuyos padres no podían mantener.

—Esto es una reconstrucción, la original ardió en un incendio hace ya… no sé. Ochenta años, creo, y la restauraron con fondos de la diputación. Bueno, da un poco igual. Está en desuso. Y eso de debajo es el restaurante.

Una nave de baja altura, con cubierta a dos aguas de tejas de pizarra, avanzaba hasta el comienzo de lo que parecía un aparcamiento sepultado bajo la nieve. El interior bullía de gente sentada alrededor de las mesas y un ir y venir continuo a la barra. A primera vista, habría al menos quince personas en el bar. Se trataba de una pequeña comitiva de la partida de búsqueda de Izaro Arakama. Un cartel de salda badago («Hay caldo») colgaba oscilante de la puerta. 

—Reunión de pastores, oveja muerta —renegó la agente Palacios, pasando de largo.

Subieron por una escalinata de peldaños muy tendidos hacia la iglesia. La nieve, apartada en montículos a los lados del camino, los superaba en altura. 

—¿Románico? —le preguntó Aitor al inspector Otamendi, señalando el templo religioso de roca que se erguía ante ellos. 

Por lo poco que él sabía, el estilo gótico tendía hacia arriba y el románico, hacia el recogimiento. Y aquella construcción parecía más compacta que otra cosa. 

—Ni idea, a mi me parece que estamos en una escena de El nombre de la rosa —respondió el inspector.

El agente primero de la Ertzaintza Lander Llarena los esperaba agarrado a ambos lados del marco de la puerta que daba acceso a un largo pasillo. Tenía cara de pocos amigos. 

—La escena está totalmente contaminada. Aquí ha habido peregrinaje —dijo mirando hacia el interior. 

Aitor echó un vistazo hacia dentro y despotricó para sí. El suelo de piedra estaba mojado y lleno de huellas y barro. Dos agentes forales, una mujer y un hombre, ambos jóvenes, se apresuraron a dar explicaciones. 

—Estaba así cuando hemos llegado; habían organizado un rezo junto al cuerpo. Hemos echado a todo el mundo fuera —dijo la policía foral, de estatura baja—. Creemos que, al menos, nadie la ha tocado.

Su tono de voz y su expresión corporal denotaban cierta contrición debido a lo alterada que estaba la escena. 

—Estos son mis compañeros: Joana Satrustegi e Iker Toquero —los presentó Laia Palacios.

Antes de que nadie pudiese formular alguna pregunta más, una señora mayor de pelo rosa y cara arrugada se coló en el círculo hasta situarse en la axila de Llarena. Habló a una velocidad endiablada, la misma a la que gesticulaba.

—¡Oye! ¿Qué es eso de que no le dejáis a Ángel estar dentro con el cuerpo de su mujer? —increpó la señora, señalando hacia atrás—. ¡Debería daros vergüenza!

Aitor se volvió en la dirección que marcaba el torcido dedo índice de la anciana. Un grupo de tres montañeros provistos de palas rodeaban a dos hombres de mediana edad. Reconoció al viudo de inmediato. Era el que estaba destrozado, con los ojos enrojecidos.

—Señora, ¿por qué no se va usted a tomar un caldo al bar y nos deja hacer nuestro trabajo? —La voz del agente Llarena le salió in crescendo de la boca. 

—¡Tu trabajo era encontrarla con vida! —replicó la mujer.

Los tres hombres de las palas, también entrados en años, se aproximaron barruntando y agitando las herramientas. 

—¡Llevamos toda la mañana quitando nieve para que vosotros vengáis aquí de paseo! —les reprochó uno de ellos.

—¡A ver si va a ser culpa nuestra que esa mujer —Llarena señaló hacia el interior— saliese a dar una vuelta en medio de una tormenta de nieve!

—¡Llarena!

El grito de Jaime Otamendi, grave, silenció el tumulto. El inspector miró a los presentes, uno a uno, y todos bajaron la cabeza. Todos excepto Aitor. Cuando se hizo el silencio absoluto, tomó a la agente Palacios por la solapa de su chamarra y le dijo en voz baja: 

—Laia, hazme un favor, que tus chicos saquen a toda esta gente de aquí, pero escuchad —Otamendi se volvió hacia los dos agentes más jóvenes—, los ponéis en fila en la puerta del restaurante, y antes de mandarlos monte abajo, les sacáis fotos a todas las suelas de las botas. ¿De acuerdo? 

SOBRE EL AUTOR

Peru Cámara (Portugalete, 1979) es profesor de inglés de educación secundaria. Tras licenciarse en Bellas Artes en la UPV-EHU, trabajó durante años en televisión hasta que descubrió su vocación por la docencia. Amante del cine y la literatura, se dio a conocer con Galerna, un thriller procedimental repleto de acción que transcurre en una sola noche de tormenta en la ciudad de San Sebastián. Cordelia es su segunda novela.