Barcelona, primavera del año 2022
En la calle Valencia, a escasos metros del Paseo de Gracia, refulgente de hoteles suntuosos y tiendas lujosas de grandes marcas internacionales, casi enfrente del pequeño pero simpático museo de antigüedades egipcias, donde no faltan momias, sarcófagos y tablillas, así como un número indeterminado de figuritas, se levanta un edificio estrecho, de estilo decimonónico, fachada de piedra gris con algunos relieves florales, balcones alargados con barandas de herraje y zaguán oscuro. No hay portero y es inútil pulsar el interfono. En las gruesas jambas de la puerta de entrada, una docena de placas de latón indican que el edificio, destinado en sus orígenes a vivienda de familias acomodadas, está ocupado ahora por oficinas. Las placas que corresponden al segundo piso son cuatro.
Años atrás, las dos viviendas que lo integraban fueron divididas con objeto de sacarles mayor rentabilidad. Hoy son cuatro despachos distintos, cuyas actividades respectivas anuncian las cuatro placas, iguales en tamaño y letra.
2.º 1.ª Arritmia. Obesidad. Demencia. Todo lo cura el doctor Baixet.
2.º 2.ª Academia Zoológica Neptuno: Se adiestran simios.
2.º 3.ª Delitos fiscales, embargos, decomisos, expedientes. Borrachuelo & Associates.
2.º 4.ª Duró Durará. Reparación de lavavajillas, aspiradoras, planchas, cafeteras y demás efectos del hogar.
Un observador perspicaz podría advertir que, pese a lo habitual de la oferta, a las cuatro oficinas apenas acude nadie, ni empleados ni clientes; y si alguien lo hace, hombre o mujer, procura pasar inadvertido, escudriña a derecha e izquierda antes de entrar en el edificio, y repite la maniobra al salir a la calle. El mismo observador se sorprendería al comprobar que algunos de los que entran no salen; y que otros, que nunca entraron, salen con las mismas muestras de cautela; lo cual sería imposible, salvo que en el ínterin se hubiese producido una asombrosa transformación. Pero la posible existencia de tal observador es remota, porque en el edificio, como queda dicho, sólo hay despachos y locales de negocios, con horario reducido, a los cuales cada uno va a lo suyo. En la calle el tráfico rodado es denso y los viandantes, en su mayor parte, son turistas apresurados o cuando menos forasteros, y para ellos la irregularidad de algunas costumbres no constituye motivo de extrañeza.
—Buenos días. Vengo por el anuncio. Soy Marrullero.
La chica que le atendía miró con los párpados entrecerrados al hombre que tenía delante. Deliberadamente dejó transcurrir unos segundos antes de preguntar.
—¿Así te llaman?
El hombre movió la cabeza de lado a lado.
—Así me llamo — respondió—. Me llaman cosas peores.
Quien así hablaba era un varón de edad indefinida, quizá cuarenta y pocos años, delgado de cuerpo, ancho de hombros, pálido de tez; vestía con discreción ropa gastada por el uso; miraba fijamente un punto en el vacío y hablaba con voz ronca, como de perro asmático. Con gesto lento sacó del bolsillo interior de la chaqueta un papel mugriento, lo desdobló y lo colocó sobre la mesa.
—Vea la cédula de identidad — dijo señalando la cédula—. Aquí lo dice bien claro. Marrullero Vicente. Tengo otra a nombre de Buenaventura Adelantado. Y un pasaporte a nombre de Olaf Gustafsson, por si me confían una misión en el extranjero.
La chica de la recepción cerró los ojos y levantó la mano.
—Está bien — dijo secamente—. Dejemos lo del nombre. Aquí le proporcionaremos otra identidad.
Podrá seguir usando la suya, pero sólo cuando no esté de servicio. ¿Qué sabe hacer?
—Bien, lo mío. Mal, lo que me manden — dijo él.
—No le pregunto qué hacía antes — atajó ella—, pero sí el motivo del cambio.
—Ya tengo una edad — dijo él bajando la voz—. Conviene ir pensando en la jubilación.
—Aquí el trabajo es peligroso — dijo ella—.
Pocos llegan a la edad de la jubilación.
—Bueno — dijo él—, tampoco era cuestión de quedarme sentado tocándome el pirindolo, ya me
entiende.
—Eso es asunto suyo — dijo ella secamente.
El recién llegado bajó los ojos y pasó una mirada distraída por los peculiares rasgos de la persona que le estaba interrogando: una joven delgada, morena, con una abundante cabellera rubia, piercings en la nariz y las cejas y abigarrados tatuajes que le cubrían los antebrazos y asomaban por el escote de la blusa. Aquella pinta estrafalaria no engañó al recién llegado, que adivinó sin esfuerzo
que la joven llevaba peluca, que los tatuajes se disolvían en agua corriente y los piercings eran de quita y pon. Se preguntaba si otros detalles personales también serían ficticios, pero abandonó de inmediato las conjeturas: en su trato con las mujeres, dejarse llevar por la curiosidad le había reportado no pocos líos.
—¿Cuándo empiezo a trabajar? — preguntó.
—Si le aceptan, ya — respondió ella—. El jefe nos ha convocado a todos dentro de un cuarto de hora. Antes le pasaré su solicitud. Si él la aprueba, acuda a la reunión; allí recibirá instrucciones y, de paso, conocerá a sus compañeros.
FICHA
- Título: ‘Tres enigmas para la Organización’
- Autor: Eduardo Mendoza
- Género: Novela
- Editorial: Seix Barral
- Páginas: 408
Después de hacer pasillo, el nuevo entró en la sala de reuniones, donde el jefe ya estaba presente, aunque el nuevo no le había visto entrar. La sala era rectangular; en un extremo había una mesa, un proyector de diapositivas y una pantalla enrollada.
Frente a la mesa, una docena de sillas colocadas en dos filas separadas por un pasillo central. La chica que le había atendido le tocó discretamente el brazo y le indicó que se sentara y guardara silencio y compostura.
Detrás del recién llegado y su acompañante, entraron dos hombres: uno, de avanzada edad, enjuto, mal afeitado, nariz afilada, ojos protuberantes y unas orejas grandes y alabeadas, como de divinidad hindú, vestido con ropa vieja, arrugada y cubierta de lamparones; el otro era un jorobado de mirada esquiva. Los dos se sentaron sin saludarse ni mirarse siquiera a los ojos, ni tampoco al jefe. Sólo de cuando en cuando, una vez sentados, lanzaban una mirada furtiva al nuevo.
El jefe era un hombre de mediana edad, corta estatura, pelo cano, facciones regulares, aspecto atildado. Ni la entrada del nuevo ni la de los otros dos le hizo levantar la cabeza de unos papeles mecanografiados, en cuya lectura parecía absorto.
Al cabo de unos minutos entraron en la sala dos personas más. Una de ellas era un hombre de piel rosada, mofletudo, con una expresión triste en unos ojos bovinos, que acentuaba una gruesa capa de rímel. La otra era una mujer de distinguida madurez, muy bien vestida, con un perrito repelado y canijo atado a una correa. Al entrar la mujer, la chica de la recepción cerró la puerta de la sala y ocupó un asiento en la última fila. Sólo entonces el jefe levantó la vista y tomó la palabra.
—Antes de pasar al tema objeto de la presente reunión — empezó diciendo con voz pausada—, quiero dar la bienvenida a nuestro nuevo compañero.
Oportunamente se informará al resto del personal de su nombre, su domicilio, su profesión, su estado civil y su historial, todos ellos, naturalmente, falsos. Por el momento, tenemos un asunto de más apremio. De modo que paso a enumerar los antecedentes. Como de costumbre, no está permitido tomar notas. Ya sé que ustedes conocen el procedimiento, pero aprovecho la llegada de un novato para recordar algunas normas básicas de esta organización. Nada de notas.
El jefe carraspeó, echó una ojeada a sus notas e inició la exposición.
—Hace dos días un hombre fue hallado muerto en una habitación del hotel El Indio Bravo, sito en la Rambla de San José. Para quien no lo sepa, la Rambla de San José es simplemente la Rambla o, para los barceloneses, las Ramblas. En concreto, el trozo o sector donde se halla ubicado el mercado de la Boquería. De hecho, el mercado de la Boquería se llama mercado de San José, por su ubicación. En algún momento cambió su nombre por el de la Boquería, todo lo cual, por ahora, no nos incumbe. Sí nos incumbe, en cambio, el interfecto hallado en el hotel. Según el atestado de la policía, fue hallado sin vida por el recepcionista de dicho hotel cuando acudió a la habitación de aquél para indicarle que debía abandonarla. Eso ocurría exactamente a las doce del mediodía, hora fijada para el llamado check out, pues es a esa hora, según el recepcionista del hotel, cuando se ha de adecentar la habitación, y se daba la circunstancia de que el cliente aún no había dejado la habitación. Según se deduce del atestado, la razón por la que el ya mencionado cliente no había dejado la habitación era porque colgaba del techo, suspendido de una soga, la cual, a su vez, estaba atada a una viga de madera. En el atestado dice una higa, pero sin duda se trata de un error tipográfico.
SOBRE EL AUTOR
Eduardo Mendoza nació en Barcelona en 1943. Ha publicado las novelas La verdad sobre el caso Savolta, Los soldados de Cataluña, El misterio de la cripta embrujada, El laberinto de las aceitunas; La ciudad de los prodigios, La isla inaudita, Sin noticias de Gurb; El año del diluvio, Una comedia ligera, La aventura del tocador de señoras, Mauricio o las elecciones primarias, El asombroso viaje de Pomponio Flato, El secreto de la modelo extraviada, Qué está pasando en Cataluña, Riña de gatos. Madrid 1936, y Las barbas del profeta, entre otros. Ha recibido numeroso premios, como el Premio Cervantes 2016, el Premio Liber, el Premio Nacional de Cultura de la Generalitat de Cataluña y el Premio Franz Kafka.