Veinte días antes del atraco

Domingo 12 de junio de 2022

Lunes 13 de junio

Martes 14 de junio

Miércoles 15 de junio

Jueves 16 de junio

Viernes 17 de junio

Sábado 18 de junio 

(fin de semana en Saint-Tropez)

Domingo 19 de junio 

(fin de semana en Saint-Tropez)

Lunes 20 de junio (cumpleaños de Sophie)

Era una casa moderna. Grande, de forma cúbica, toda de cristal, que se alzaba en medio de un jardín impecable, con piscina y un amplio porche. La parcela estaba rodeada de bosque. Aquel lugar era un oasis, un pequeño paraíso secreto resguardado de las miradas al que se entraba por un camino particular. Al igual que la casa, los que vivían en ella también resultaban ser de ensueño: Arpad y Sophie Braun eran la pareja ideal y dichosos padres de dos hijos maravillosos.

Aquella mañana, Sophie abrió los ojos a las seis en punto. Llevaba algún tiempo despertándose sistemáticamente a la misma hora. A su lado, Arpad, su marido, dormía a pierna suelta. Era domingo, le habría gustado dormir un rato más. Se revolvió en la cama, en vano. Al final, se levantó sin hacer ruido, se puso una bata y bajó a la cocina para prepararse un café. Una semana después cumpliría los cuarenta y nunca había estado tan guapa.

Ficha

  • Título: ‘Un animal salvaje’
  • Autor: Joël Dicker
  • Género: Novela
  • Editorial: Alfaguara
  • Páginas: 448

 

Desde la linde del bosque se veía perfectamente el interior del cubo de cristal. Acuclillado detrás de un tronco, un hombre vestido con ropa de deporte oscura que lo hacía invisible permanecía con los ojos clavados en Sophie, que se encontraba en la cocina.

Sophie, con el café en la mano, observaba la orilla del bosque que delimitaba su jardín. Era su ritual matutino. Abarcaba con la mirada su diminuto reino.

A unos kilómetros de allí, en pleno centro de Ginebra, un Peugeot gris con matrícula francesa circulaba por una avenida desierta. Con la luz del amanecer no se distinguía bien al conductor a través del parabrisas. El vehículo llamó la atención de una patrulla policial y las luces giratorias azules iluminaron la fachada de los edificios circundantes. Los policías procedieron al control del Peugeot y su conductor: todo estaba en regla. Uno de ellos le preguntó al conductor para qué había ido a Ginebra. «Visita familiar», contestó él. Los policías se marcharon satisfechos. El conductor se congratuló por aquel coche de ocasión que había comprado a muy buen precio y, sobre todo, de forma cien por cien legal. Era el mejor modo de pasar inadvertido.

Sophie, en la ventana, seguía observando el jardín. A veces sorprendía a algún zorro que vagabundeaba por el césped. Incluso había llegado a ver un corzo. Le encantaba esa casa que su marido y ella habían adquirido un año antes. Hasta entonces habían vivido en un piso en pleno corazón de Ginebra, en el barrio de Champel. Hacía tiempo que les rondaba por la cabeza la idea de una casa, con jardín para los niños. La subida del precio de la vivienda los había decidido a vender el piso con una buena plusvalía y ponerse a buscar una. Cuando visitaron aquel chalet de autor situado en la encopetada comuna de Cologny, no lo dudaron ni por un segundo. Se despertarían todas las mañanas en ese marco incomparable, sin dejar de estar a cuatro kilómetros del centro de Ginebra, donde ambos trabajaban. Unas pocas paradas de autobús, doce minutos en coche o quince en bicicleta eléctrica para los pijoprogres bastaban para pasar de un universo a otro.

La portada de 'Un animal salvaje'. Elkar

El hombre que se escondía en la maleza observaba ahora a Sophie con un par de prismáticos militares pequeñitos. Escrutaba el cuerpo espigado que la bata corta dejaba al descubierto y se detuvo en la parte superior del muslo, donde tenía tatuada una pantera.

A su espalda, a unas decenas de metros, su perro lo esperaba pacientemente atado a un árbol. El animal, echado en una alfombra de hojas, parecía acostumbrado a esa rutina que llevaba prolongándose varias semanas. Su dueño acudía todas las mañanas. Al amanecer, se instalaba allí y observaba a Sophie a través de las cristaleras. Los Braun dormían con las persianas subidas y lo veía todo: la miraba levantarse, bajar a la cocina para prepararse el café y bebérselo delante de la ventana. Qué deseable era. Lo tenía obnubilado. Obsesionado.

Tras beberse el café, Sophie subió a la planta de arriba y entró en el dormitorio principal. Se desvistió y se deslizó desnuda en la cama donde su marido aún dormía.

Desde el bosque, el hombre la miraba con deseo. La realidad no tardó en espabilarlo. Tenía que largarse, volver a casa antes de que Karine y los niños se despertasen.

Desató al perro y se marchó igual que había ido: corriendo. Cogió la senda forestal, alcanzó la carretera principal y enseguida llegó al pueblo de Cologny. Se dirigió hacia un grupito de adosados: un conjunto de viviendas idénticas, una promoción barata para familias de clase media que había dado mucho que hablar en aquella comuna tan fina acostumbrada a los chalets de lujo.

Según entró por la puerta de casa, oyó que su mujer lo llamaba:

—¿Greg? ¿Eres tú?

Se encontró a Karine en el salón, leyendo mientras se bebía un té. Los niños seguían dormidos.

—¿Ya estás despierta, cariño? —preguntó, fingiendo indiferencia.

—Oí que te levantabas y no conseguí volver a dormirme.

—Lo siento, no quería despertarte. He salido a correr con el perro.

Greg, que no podía quitarse a Sophie de la cabeza, se sentó junto a su mujer en el sofá y se arrimó a ella. Pero resultaba obvio que Karine no estaba de humor.

—Para, Greg, que se van a despertar los niños. Por una vez que puedo leer un libro en paz.

Greg, apesadumbrado, subió a la planta alta para darse una ducha en el cuarto de baño anejo a su dormitorio. Se quedó un buen rato bajo el chorro de agua tibia. Las andanzas matutinas podrían salirle muy caras si lo pillaban. Se estaba jugando el curro. Karine lo dejaría. Él mismo se avergonzaba de espiar así a una mujer en su propia casa. Pero no podía evitarlo. Ese era el problema.

Aquella fascinación por Sophie había comenzado un mes antes, durante una fiesta en casa de los Braun. Desde esa noche, no había vuelto a ser el mismo.

*

Un mes antes

Sábado 14 de mayo de 2022

Greg y Karine podrían haber ido a pie, pero el tiempo desapacible los incitó a coger el coche. Desde su casa el trayecto duró apenas tres minutos. Subieron primero por la carretera de La Capite y luego, siguiendo las indicaciones del GPS, se desviaron por un caminito particular flanqueado de bosque que conducía hasta la casa de los Braun.

—¡Es de locos! —observó Greg según descubría el itinerario—, vengo mucho a correr por aquí con el perro, pero ni siquiera sabía que hubiese un chalet al final de este camino.

Era la primera vez que iban a casa de Sophie y Arpad. Celebraban una fiesta con motivo del cuadragésimo cumpleaños de Arpad y, a juzgar por los numerosos coches aparcados a lo largo del sendero, ya había llegado bastante gente. Greg ocupó uno de los últimos huecos libres del rellano herboso y fueron andando hacia el portón que permanecía abierto y cuyo diseño metálico de­sentonaba con la vegetación circundante.

Arpad y Greg se habían conocido en el club de fútbol local donde sus hijos, de edades similares, jugaban en el mismo equipo. Ambos padres pertenecían al grupo de voluntarios que se encargaban del quiosco de bebidas que había junto al terreno de juego y que, los días de partido, permitía, mal que bien, mantener a flote las arcas del club. No tardaron en congeniar.

Por su parte, Karine no conocía a los Braun y estaba nerviosa. Enseguida se sentía a disgusto cuando se hallaba fuera de su elemento. Para serenarse, se puso a hablar:

—Ha sido un detallazo que nos invitaran.

Greg asintió.

—¿A cuánta gente han invitado? —preguntó Karine.

—Ni idea.

—¿Arpad no te lo ha dicho?

—No.

—Pero ¿seremos en torno a diez? ¿O más bien treinta? ¿Con qué voy a encontrarme?

—No lo sé. Yo no he montado la fiesta.

—Arpad podría haberlo mencionado por casualidad en una conversación.

—Pues no lo ha hecho.

—¿De qué habláis mientras atendéis el quiosco del club?

Greg se encogió de hombros:

—De los hijos, de la vida, de cosas sin importancia... Pero, desde luego, no de los detalles de su fiesta de cumpleaños.

—Sea como fuere —dijo Karine para zanjar aquella conversación que no conducía a nada—, ha sido un detallazo que nos invitaran. 

SOBRE EL AUTOR

Joël Dicker nació en Suiza en 1985. En 2010 obtuvo el Premio de los Escritores Ginebrinos con su primera novela, Los últimos días de nuestros padres (Alfaguara, 2014). La verdad sobre el caso Harry Quebert (Alfaguara, 2013) fue galardonada con numerosos premios en Francia, y en España, fue elegida Mejor Libro del Año por los lectores de El País y mereció el Premio Qué Leer al mejor libro traducido, entre otros. Se convirtió en un fenómeno literario global y conforma, junto a El Libro de los Baltimore (Alfaguara, 2016) y El caso Alaska Sanders (Alfaguara, 2022), la trilogía protagonizada por el personaje Marcus Goldman. Alfaguara también ha publicado su relato El Tigre y sus novelas La desaparición de Stephanie Mailer y El enigma de la habitación 622.

Siguieron andando en silencio. Últimamente había muchos silencios entre ambos. Karine estaba convencida de que la mudanza a Cologny, un año antes, no había sido para bien. Hasta ese momento, habían vivido en un piso de alquiler en el centro de Ginebra, en el barrio de Les Eaux-Vives. Una calle bulliciosa, con tiendas a tiro de piedra y el lago Lemán justo al lado. Un piso donde se encontraban a gusto y que, aunque se le quedaba un poco pequeño a su familia de cuatro miembros, tenía un alquiler inmejorable. Y entonces fue cuando Greg heredó un buen pellizco de su abuela. Fue cobrar ese dinero y comenzar a hablar como un pequeñoburgués. Había que invertir, a ser posible en suelo, que era mucho más seguro que el mercado bursátil. Y encima los bancos estaban dando créditos del ochenta por ciento de la suma necesaria, con unos intereses históricamente bajos. Así que se puso a mirar con lupa los anuncios inmobiliarios hasta que se topó con aquella promoción de Cologny: unos chalecitos adosados muy monos que se vendían sobre plano. La verdad es que las imágenes eran de ensueño. Una casa propia, con su pedacito de jardín. Una vida en el campo, a pocos minutos de la ciudad. Greg aseguraba que era imposible equivocarse: el mercado inmobiliario llevaba décadas subiendo, así que dieron el paso. Todo se fue empalmando con la mayor facilidad. El banco les concedió el crédito, fueron al notario a firmar la compra. Y así fue como, un año antes, se mudaron a la finísima comuna de Cologny. Pero, desde que habían llegado, Karine se sintió fuera de lugar. Para empezar, la casa era más pequeña de lo que se había imaginado: había mucha diferencia entre las habitaciones tal y como las veía ella sobre el plano y las reales. Aunque la superficie era sensiblemente mayor que la de su anterior alojamiento, se le quedaba estrecha. Al final comprendió que el agobio se lo causaba sobre todo el nuevo entorno. En aquel opulento barrio periférico de Ginebra, la mayoría de los vecinos hacían gala de un éxito económico y social insolente: abogados, ejecutivos de banca, cirujanos, hombres de negocios, grandes empresarios. Los coches y los chalets hablaban por sí solos de la prosperidad de sus propietarios. Karine no paraba de preguntarse qué pintaban allí Greg y ella, que eran funcionario y dependienta de una tienda de moda, respectivamente. Aquella sensación se acentuó cuando, al albur de las conversaciones, se dio cuenta de que la urbanización para clase media donde ella y su familia se habían establecido era un desdoro entre tanta mansión. Incluso descubrió con espanto que los vecinos de Cologny le habían puesto a aquel racimito de adosados el apodo de «la Verruga» y que el concejo había convocado un pleno extraordinario para aprobar una ordenanza que impidiera que en el futuro se construyera ese tipo de edificaciones.

Todos los días, después de dejar a los niños en la escuela, que se encontraba a pocos minutos andando, Karine se subía corriendo al autobús A, que comunicaba el campo con el centro de la ciudad. La ruta atravesaba su antiguo barrio de Les Eaux-Vives y ella sentía entonces una punzada de nostalgia. Se apeaba del autobús en la glorieta de Rive para ir a la tienda donde trabajaba, en la calle de Le Rhône. Mezclándose con el gentío, se encontraba más tranquila.

Greg y Karine cruzaron por fin el portón y descubrieron cómo era la parcela por dentro. El patio solado daba a un garaje acristalado en cuyo interior se veían dos Porsches. Justo detrás, la casa, totalmente de cristal y de diseño actual.

—¡No es que les vaya mal! —dijo Karine con un silbido—. ¿A qué dices que se dedican?

—Arpad trabaja en un banco y Sophie es abogada.

Llegaron hasta la puerta y Greg llamó al timbre. A través de las cristaleras podían ver el ambientazo de la fiesta; cuarentones con aspecto de pijos meneándose muy formalitos al son de la música de moda, con una copa de champán en la mano.

Karine observó su reflejo en un cristal: estaba estilosa y elegante, vestida con el buen gusto de siempre. Aun así, no se sentía a la altura de la reunión. Últimamente, todo iba fatal. Tenía cuarenta y dos años y la sensación de que había dejado la juventud atrás. El espejo se lo volvía a recordar cada mañana.

Hasta que la puerta se abrió y, de inmediato, tanto Greg como Karine quedaron impactados al encontrarse con la fabulosa pareja que había acudido a recibirlos: Sophie y Arpad. Representaban todo lo que ellos ya no tenían: estaban enamorados, sonrientes, risueños y cogiditos del brazo. Un dúo. Aliados.

Arpad, estupendo, distinguido a la par que desenfadado, lucía un pantalón italiano de corte impecable y camisa de un blanco deslumbrante, cuyos botones superiores, desabrochados, permitían adivinar un torso musculoso.

Por su parte, Sophie llevaba un vestido negro divino y sexy a rabiar que le llegaba a medio muslo, moldeaba el busto firme y dejaba al aire unas piernas magníficas que parecían aún más largas con los taconazos de Saint Laurent.

Ver a Sophie y Arpad aquella noche era como si te cayera un rayo.

Recibieron a Karine y Greg con un alegre abrazo de bienvenida y sus correspondientes besos antes de arrastrarlos al interior de la casa y presentárselos al resto de invitados. Arpad les sirvió champán y luego Sophie se llevó a Karine de la mano para que conociese a sus amigas. Karine, de repente aliviada y de lo más a gusto, se bebió la copa de un trago. Sophie se la volvió a llenar de inmediato. Brindaron juntas.

Karine había sucumbido al encanto de Sophie y Arpad. Hacía unos minutos, ante la puerta principal, los había sentenciado de antemano por el mero crimen de tener esa casa, esos coches y esa vida. La habían engañado las apariencias. Se los había imaginado altaneros, insolentes y fatuos, y eran todo lo contrario. Emanaba de ellos una calidez y una dulzura sin igual.

Aquella noche, por primera vez desde que había llegado a Cologny, Karine fue verdaderamente feliz. Bailó, se divirtió, se vio guapa. Sintió que estaba donde debía. En lo que duró la fiesta, volvió a quererse.

Pero ese encuentro era en realidad una colisión. Un choque frontal. Un accidente de cuyo calado no se percató nadie. Excepto Greg, y no era para menos. Desde que puso un pie en la casa no pudo apartar los ojos de Sophie. Estaba electrizado. Y eso que no era la primera vez que la veía, pero ahora la descubría bajo una luz nueva. En las bandas del campo de fútbol o en la panadería no había calibrado lo hermosa que era ni la animalidad que desprendía.

Mientras Karine se divertía y empalmaba una copa con otra, Greg, completamente sobrio, se pasó la velada espiando a Sophie. Le fascinaba todo cuanto hacía: su forma de hablar, de sonreír, de bailar, de tocarle el hombro a su interlocutor. En torno a la medianoche, cuando llegó el momento de servir la tarta, se fijó en cómo miraba a Arpad y deseó ser él. Sophie se le colgó del cuello, lo besó largo y tendido y le ayudó a cortar las primeras porciones. Acto seguido, delante de todo el mundo, le llevó un paquete de regalo. Arpad pareció sorprendido y más aún cuando, al desenvolverlo, apareció un estuche de Rolex. Lo abrió y sacó un reloj de oro. Ella se lo puso en la muñeca. Él se quedó mirando el reloj, completamente atónito, antes de murmurar algo al oído a su mujer y besarla de nuevo. Tenían una complicidad de ensueño.

A eso de la una, cuando la fiesta estaba en pleno apogeo, Greg perdió de vista a Sophie entre la aglomeración de invitados. Inmediatamente fue en su busca y dio con ella en la cocina; estaba metiendo copas en el lavavajillas. Quiso ayudarla, pero, por torpeza, le dio un golpe a una copa que se hizo añicos en el suelo. Se abalanzó para recogerlos y, al acuclillarse ella a su lado para hacer otro tanto, se le subió el vestido y desveló el tatuaje de una pantera en el muslo. Greg estaba completamente hechizado. Peor aún: acababa de enamorarse.

—Lo siento mucho —le dijo—. Esto es lo que pasa por querer ayudar...

—Hay males mayores —lo tranquilizó ella, con una sonrisa.

*

Mientras se duchaba, un mes después de la fiesta de cumpleaños, Greg seguía recordando lo que le había dicho Sophie: «Hay males mayores...», pero ese mal era lo que a él se le había metido dentro. Al día siguiente de la celebración, mientras paseaba por el bosque con Sandy, el golden retriever de la familia, descubrió que podía llegar hasta la parcela de los Braun cruzando a través del bosque. Desde allí había una vista insuperable al interior del cubo de cristal. Greg no pudo resistirse a observar a los Braun sentados en el salón. Volvió al día siguiente al amanecer, so pretexto de ir a hacer footing con el perro. Vio a Sophie de pie, en la ventana. Desde entonces, regresaba todas las mañanas.

Greg se vistió y bajó a la cocina. Entretanto, los niños se habían levantado y estaban desayunando. Les dio un beso, se sentó a la mesa y se esforzó, como cada mañana desde hacía un mes, para convencerse de que todo iba a ir bien y de que aquel era su sitio, junto a ellos.

Pero faltaban veinte días exactos para que su vida diese un vuelco.