ejo aquí el obituario que la semana pasada, ofuscado por el caótico paso a la fase 1 de mis convecinos, se me quedó en el tintero. Hace casi veinte años, me fui con mi amigo Javi a gastarme mis ahorros de soltero sin hipoteca ni niños a California. Íbamos los dos por Hollywood Boulevard, sacando fotos a las baldosas, cuando una limusina blanca se detuvo frente a nosotros, se abrió la ventanilla trasera y de ella emergieron las manos, cargadas de nuevos testamentos, de un señor sumamente estrafalario. Una turba de turistas, entre los que me encontraba yo mismo, se abalanzó sobre el vehículo. Cuando, segundos después, la ventanilla se cerró y el coche se esfumó como una ilusión, abrí el libro para ver si en su interior algo me confirmaba que lo que había visto era lo que creía haber visto. Efectivamente, entre dos páginas de alguno de los cuatro evangelios había una foto firmada de Little Richard, personaje excesivo cuyo ego iba parejo a su talento, tan valiente como para ser un negro abiertamente homosexual en los años cincuenta y en el sur de los Estados Unidos, tan complejo como para mezclar los excesos químicos y sexuales con el proselitismo pentecostal como quien le echa Kas limón a un zurito y, por encima de todo, uno de los padres del rocanrol.