reconozco que me gusta el fútbol. Ver un buen partido repantingado en el sofá es sólo uno más de mis vicios. Sin embargo, ello no me impide cuestionarme la desmesura que envuelve todo lo relativo a este y otros deportes de masas.
A lo largo de la Historia, las sociedades decadentes, y las que sufren graves crisis estructurales, suelen ser en las que mayor brillo alcanzan los espectáculos de masas.
En Constantinopla, mientras el Imperio se derrumbaba, los ciudadanos se dedicaban con furor a discutir, a veces armados, sobre si blancos o azules eran los mejores en el hipódromo; ambos equipos excedían lo deportivo y constituían facciones políticas irreconciliables. Quienes ya peinamos canas, todavía recordamos los brillantes éxitos deportivos de los llamados países comunistas, justo antes de que sus respectivos sistemas políticos implosionaran en cascada.
En la Italia de hoy, corroída hasta sus cimientos por la corrupción y el crimen organizado, el poder político, mediático y deportivo se encarna en Silvio Berlusconi; tal y como Jesús Gil era dueño de Marbella y del Atlético de Madrid.
Hace poco, miles de argelinos salieron en todo el mundo a las calles a celebrar la clasificación para el mundial de fútbol de un país destruido por la guerra y la emigración. Más cerca, cuando el "milagro español" se convierte en un gran fiasco, en el momento en que la crisis económica sitúa al país en el vagón de cola de la Unión Europea, "la roja" conquista título tras título y arrastra pasiones por doquier. Los empresarios del deporte masivo dicen de sí mismos que son vendedores de ilusiones, de sueños, y reclaman trato de favor para sus empresas. No estaría de más recordar a estos emprendedores aquellas sabias palabras del clásico que me permito manipular un poco: ¿Qué es el fútbol?, una ficción, una sombra, una ilusión; que todo en el fútbol es sueño, y los sueños, sueños son.