Pues no será por no intentarlo. Cada semana paso por el estanco que hay cerca de la redacción en la que veo pasar mi vida, y descarto hacer caso a la lógica para sellar un boleto del Euromillones. Hasta la fecha, no me ha tocado jamás nada consistente. Si acaso, algo de calderilla –apenas cinco euros–, y en ocasiones muy, pero que muy esporádicas. Y cuando ha sucedido, lo he celebrado como si fuera millonario. Supongo que los síntomas que les relato son los propios de un caso de síndrome del pobre de solemnidad. Seguro que en manos del profesional adecuado podría someterme a una terapia para aceptar que, si no es por el sudor de mi frente –y estos días de calor extremo, el giro literario no se refiere a una realidad metafórica–, no habría parné en la cartera para hacer frente a todas las necesidades de un ser humano contemporáneo y de su familia. Pero, en cualquier caso, y conscientemente, sigo acercándome a la expendeduría para gastarme unos eurillos aún a sabiendas que es dinero perdido. Supongo que es una manera de rebelarme ante la realidad para mantener vivos esos sueños en los que, oníricamente, me guío por la vida muy a gusto y sin necesidad de dar un palo al agua, que es la única forma de dignidad que me interesa realmente.
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