Ver para creer. Exhausto y sediento como acostumbro a estar cuando no me toca contemplar la vida desde la redacción, este pasado domingo me acodé sobre una barra de un bar, al parecer, muy en boga en los mentideros vitorianicos más ortodoxos. Pedí dos consumiciones. Salieron preparadas con mimo. Elegantes. Fieles al requerimiento. Incluso, con filigranas, pero sin excesos. Todo muy apetecible. Claro, hasta que se me ocurrió pedir el precio para pagar. La respuesta, una vez consultada la pantalla táctil que hace las veces de registradora, fue el detalle que me aguó la fiesta. Dispuesto como estaba, rebusque efectivo en la cartera, aunque reconozco que tuve que hurgar en cada recodo del monedero y de los bolsillos para encontrar la calderilla precisa para completar el pago. Lo hice, no sin apuros, y empecé a catar el trago a ver si pasaba el sofoco. En esas estaba cuando contemplé a un grupillo de señoras. Un conciliábulo poco sospechoso de revolucionario, al menos, en apariencia, pero que estaba a un paso de levantarse en armas por el precio de los cafés con leche que tenían en su mesa. Supongo que hace tiempo que no hay nada barato en esta vida, pero hay circunstancias que animan a uno a pensar en que se ha convertido en poco más que un pelele al que sacar los cuartos.
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