En nuestro amado templo del cortado mañanero decir una cosa y que, de inmediato, se te plante alguien que diga exactamente la contraria, además con retranca, es un deporte olímpico. No es que pensemos de manera radicalmente diferente. Es solo cuestión de tocar los pendientes reales. Es más, cuando más o menos se va calmando la cosa, nuestro querido escanciador de café y otras sustancias, que es un bicho de los de tomo y lomo, siempre aviva la chispa por aquello de que no pare la fiesta. Es verdad que hay que tener cintura y, a veces, saber contar hasta diez, pero en realidad la sangre nunca llega al río, porque aquí se sabe reír y relativizar. Y si la cosa, por lo que sea, se tuerce un poco, siempre hay alguien que decide invitar a un vino a los contendientes para relajar la cosa. Por eso, tenemos a un viejillo que cada vez entiende menos lo que pasa fuera de estas cuatro paredes. Sí, ve discusiones, pero no con gracia y salero, no con risas finales, no con piques puñeteros sin malicia... Está acojonado porque ve al personal ponerse a malas por cualquier chorrada y llevar el enfrentamiento con el que no está de acuerdo hasta el límite y hacerlo con odio. Dice que vivir así, es morir siendo tonto y amargado. Y eso, hemos aceptado todos en el bar, no tiene gracia.