Todo se había hecho impredecible. Nadie pensaba que lo que sucedió hace dos días pudiera ocurrir nunca. El estado de alarma decretado por la autoridad competente solo permitía salidas controladas. Quien no fuera a comprar comida, a sacar dinero, a pasear al perro para que pudiera cagar, o ir a comprar tabaco, tenía que permanecer en casa. Los niños y los jóvenes llevaban ya cuatro días sin clase.

Cada noche había una llamada por las redes al aplauso. Aplaudían desde las ventanas abiertas a los sanitarios, médicos y enfermeras que trataban de contener la pandemia que colapsaba todos los hospitales. Las redes de internet bullían. Muchos de los pocos encuentros sociales se producían desde la distancia de un frío whatsapp o a través de las llamadas. Los infectados y los fallecidos engordaban las estadísticas de cada hora en los boletines horarios de todos los medios de comunicación. El mundo se había hecho demasiado vulnerable.

Todo latía en el silencio de las calles vaciadas desde cada casa expectante. Los frigoríficos estaban más llenos de lo habitual, porque poco antes de que se decretase el estado de alarma, la histeria por llenar las neveras había masificado en pocas horas los supermercados. Pero llevaban solo cuarenta y ocho horas. Nadie se atrevía a imaginar cuánto duraría aquella situación. Ni siquiera los escritores, que por primera vez veían cómo la realidad les pasaba de largo a una velocidad impensable sin haberles pedido permiso. Lo real es así, pensó Maite mientras se tomaba una cerveza en su pequeña cocina oscura de la calle Santo Domingo. Lo real nos acecha, escribió Maite en un cuaderno milimetrado del que había arrancado capítulos de una novela insulsa.

En principio, las medidas especiales de confinamiento estaban previstas para quince días. En principio no era mucho tiempo. Al final puede que fuera demasiado. Pero nadie se atrevía a poner fechas. Porque nadie sabía nada. Toda la población relativizaba ya las noticias. Toda la población escuchaba las noticias como si no tuvieran tiempo, como si este se hubiera detenido.

Las dos grandes fábricas en las que trabajaba mucha de la gente que dotaba de recursos económicos a la ciudad dudaban entre parar la producción o seguir estocando vehículos y ruedas. Lo harían dos días más tarde. Los establecimientos hosteleros apuraron hasta las ocho horas del domingo en el que todo cerró, en el que las calles de la ciudad se vaciaron completamente.

Lo más curioso era que casi todo el mundo pensaba que lo que estaban viviendo no era real, en esa ciudad y en casi todas las del Estado en el que se decretó el confinamiento. Creían que lo que estaba ocurriendo delante de sus narices era una novela, una película de serie B, una historieta de Netflix con la que hasta hace poco llenaban las tardes de sus domingos. Pero esa creencia también duró poco. Tres días a lo sumo. A partir de la cuarta jornada, toda la gente de la ciudad supo que aquello que estaban viviendo era un trozo de realidad incontrolable. Era tan verosímil como verdad. Era tan cierto como el dolor que surge de pronto en la base del estómago tras una comida copiosa.

Pero, ¿y si lo real no fuera real?, pensó Alicia mirando la noche silenciosa, más silenciosa que nunca desde el edificio alto en el que vivía. Alicia tenía 92 años. No veía mucho la televisión. Alguna película en blanco y negro de vez en cuando. Vivía sola. Se conocía todos los ruidos de su casa en la madrugada desde hace tanto tiempo que ni podía recordarlo. Es lo que tiene el insomnio. Pero ya iba mejor. Cada noche dormía entre cinco y siete horas. Tenía dos hijas pero vivían lejos. Y ambas le llamaron antes del estado de alarma. Le volvieron a llamar poco después y luego se olvidaron de llamarla en una semana. Pero eso a Alicia no le tenía preocupada.

Abrió la ventana y se dejó mecer por aquellos ruídos que hasta hace poco era incapaz de escuchar. La circulación y el tráfico lo tapaban todo. Pero ahora. Porque ahora podía escuchar el mover de una silla en una casa del edificio de enfrente, el llanto de una niña recién nacida en el piso de arriba, las gotas de la lluvia cayendo desde las ramas de los árboles, dos perros a lo lejos, uno que aúllaba, otro que ladraba sin conmiseración. El silencio que ahora se oía tenía otra cualidad. Era profundo como un pasadizo oscuro, interminable, por donde los pasos se alejan estremecidos.

Aguzó un poco más el oído y escuchó entre obnubilada y sorprendida el repiqueteo cuasi simétrico de los cascos de unos caballos. Tendría que ser desde la avenida. Cerró la ventana. Un miedo extraño le hizo apagar todas las luces de la casa. Acercó un sillastro a la ventana, y como un pajarillo que se posa en la esquina del marco, pegó su frente al cristal, mientras el chascar de las pezuñas de lo que pensó eran caballos se acercaba. Pasaron unos minutos y los vio al fondo de la avenida. Iban al trote. En la cabalgadura dos siluetas negras, con sendos sombreros achambergados, con plumas a lo alto que tremolaban a cada golpe de grupa suave. No se oía nada más.

Alicia no quería ser la única persona que viera lo que estaban viendo sus ojos. Alicia pensó que aquello era un sueño, que aquellos dos jinetes no eran verdad. Se levantó lenta y determinada en dirección al mueble del salón. Descolgó el teléfono y llamó a la policía municipal. Continuará...