A nadie, ni siquiera a las personas menos celosas con su intimidad, les gusta que se indague sobre penas pasadas. Ni tampoco sobre aquellos hechos tristes que ocultan en lo más profundo de su pesar. Quizá por ello, durante estos últimos meses se ha popularizado entre la prensa estadounidense un supuesto enfado de Liza Minnelli con Renée Zellweger. Ni quería un biopic sobre su madre, ni aprobaba que dicha maravillosa actriz (con opciones reales de Oscar) interpretara a la inmortal Judy Garland en los terribles últimos años de su vida. Esos en los que, sumergida en una espiral de adicciones, pasó de congregar a 100.000 personas en conciertos cobrando verdaderas fortunas, a pelear por contratos de 100 dólares en clubs de mala muerte.
Sin ocultar la crudeza de una existencia rota, dolida y desamparada cumplidos los 40, el filme dirigido por Rupert Goold muestra con todo el cariño la admiración y respeto que Hollywood nunca supo darle en vida a esa Judy excepcional. A la niña más triste de los años dorados de la meca del cine, pero también a la mujer más tierna, carismática y talentosa. A la maltratada diva, tan fuerte como vulnerable, que el colectivo gay convirtió para siempre en icono tras los disturbios de Stonewall, aunque ahora los historiadores se empeñen en negar esa mitológica conexión.
Basta con ver los 15 primeros minutos del metraje para querer a Garland con todas las fuerzas. Para emocionarse y enternecerse cuando, acompañada de Lorna y Joseph (sus dos hijos pequeños), es obligada a abandonar la habitación del famoso hotel Saint Moritz después de que la dirección comprobara, tras repetidos avisos, que no iba a pagarla. ¡No podía! Sus múltiples adicciones le habían llevado a la ruina total y ninguna productora compraba ya el mensaje de optimismo que tantas veces había entonado escondida tras Dorothy Gale y su inmortal Over the Rainbow.
Pero Judy no versa solo sobre ese dramático cóctel de alcohol, antidepresivos, drogas y soledad que tantas veces ha asaltado a las grandes celebrities de Hollywood. La película protagonizada por Zellweger narra, sobre todo, la fortaleza de quien fue un símbolo de resistencia ante la adversidad. Su marcha a Londres para reconducir su carrera, su incansable búsqueda del amor junto al joven pianista Mickey Deans (su último y fugaz marido), y su férrea lucha entre la brillantez artística y la destrucción personal. Tristemente, como todos sabemos, ganó esta última.
"Puedo vivir sin dinero, pero no sin amor", exclamó en más de una ocasión. Murió en junio de 1969, a los 47 años, en el baño de su casa de Londres por una sobredosis accidental de barbitúricos. Desde entonces el mito se convirtió en leyenda, avivada, por supuesto, tras un funeral al que asistieron Frank Sinatra, Lauren Bacall, Cary Grant y decenas de amas de casa, mendigos, soldados, monjas, hippies y hombres gays. Aquellos que siempre, en los buenos y malos momentos, volaron junto a ella más allá del arcoíris.