Nos encontramos en la txanpa final para el 26-J, a solo cinco días de campaña, una jornada de reflexión y unas horas hasta tomar el camino de las urnas. Sin embargo, los acuerdos, la gran piedra angular de estas elecciones tras la experiencia -estrepitosamente fallida- de las anteriores, son tema tabú. Se suponía que el fracaso en las negociaciones -o lo que realmente fuese aquella ceremonia de la confusión que duró cuatro meses- serviría de vacuna a los partidos y a los electores, conscientes todos de la imperiosa necesidad de un pacto para la gobernabilidad. Hay que agotar el diccionario de sinónimos para subrayarlo convenientemente: el acuerdo es imprescindible, indispensable, obligatorio, forzoso, inevitable, ineludible, imperioso, inapelable, inexcusable, irremediable. También duro, difícil y complicado, pero eso va en el sueldo.
Con las apuestas de Mariano Rajoy (la gran coalición) y Pablo Iglesias (pacto a la valenciana o de izquierdas) más o menos claras, queda aún por aclarar las intenciones de Pedro Sánchez y de Albert Rivera, sobre todo del socialista. Porque una cosa es intentar liderar la alternativa al PP desde la segunda posición y otra muy distinta es, según vaticinan los sondeos incluidos los publicados ayer mismo, ser el tercero, con tendencia claramente a la baja, superado por un recién llegado que aspira a fagocitar a tu partido y con los peores resultados de la historia de una formación centenaria. Así que Pedro Sánchez está en la encrucijada. Va puerta a puerta buscando votos sin tener claro si pactará con su enemigo, con su rival o con su adversario. O, directamente, se irá a su casa. Es por ello que Pablo Iglesias insiste tanto últimamente en interpelarle directa e indirectamente: “Todos los partidos deberían aclarar durante la campaña con quién pactarían”. El candidato socialista calla.
Lo lógico es pactar con los afines. Uno de los momentos de la mortecina campaña ha sido el susurro del líder de Podemos durante el debate televisivo a cuatro mientras Pedro Sánchez intentaba atacarle de forma directa: “No soy yo, no soy yo, Pedro, el adversario es Rajoy”. Ahí está la clave. ¿Quién es el adversario de cada cual, una vez hábilmente desterrada la palabra enemigo, que es la que de verdad encajaría? Podemos, expertos en el medio y en el mensaje reconvertido en socialdemócrata, lo han visto clarísimo desde el minuto uno: Rajoy, el PP, la precariedad, la corrupción... ¿El PSOE? Ya no. Tanto que hasta Oskar Matute (EH Bildu) se lo ha tenido que recordar, porque los morados nacieron -ahí está el 15-M- contra el gobierno socialista que ahora tanto alaban. Y hablando de rivales, EH Bildu dice que ellos no se confunden de enemigo. “El PNV se equivoca porque el rival en estas elecciones está en Madrid”, dijo Marian Beitialarrangoitia. Pero ayer, Arnaldo Otegi proclamó que eran necesarios “lehendakaris dignos y decentes”, lo que viene a suponer que hasta ahora no los ha habido. Un momento. ¿Lehendakaris? ¿Pero no eran estas unas elecciones generales?
Con todos Mientras, Albert Rivera sí que no tiene rival, porque quiere pescar de todo y de todos. Le da igual Suárez, que Felipe González que Aznar, todos grandes presidentes. ¿Pero con quién pactará él? Silencio administrativo, que suena a “con quien me ofrezca más”.
En esta campaña que parece la guerra de Gila con armas dialécticas de cartón, propuestas con explosivo trampa y mucho fuego amigo, alguien cogerá el teléfono la noche electoral y marcará un número al azar: “¿Es mi adversario? Que se ponga”. Apenas quedan siete días.