levo años cruzándome con la misma mujer cada mañana. Por su aspecto, deduzco que la vida no le trata mal. Suele parecer contenta. Viste con mimo. Generalmente va con prisa; pero no siempre. No me había dado cuenta de cómo los años se le van notando, hasta el otro día. Y es que, desde que leí el reciente informe sobre la edad que acaban de publicar la ONU y la Organización Mundial de la Salud (OMS), me fijo más en cuán jóvenes o mayores son las personas de mi entorno. Ese informe explica que al racismo, machismo... se le ha sumado un nuevo ismo: el edadismo. Consiste en la discriminación por edad. El dato es que 1 de cada 2 personas en el mundo discrimina a los mayores. Es verdad que también se discrimina a la juventud, p.ej. a la hora de progresar profesionalmente. Sin embargo, son las personas mayores de 50 años quienes más rechazo sufren (lo ocurrido durante la pandemia en los hospitales merece otra columna). Dicha conclusión del informe no ha sorprendido, en esta época de auge de productos cosméticos antiedad que, ya solo con el nombre, proponen que el avance de los años es algo contra lo que ir. Tal fiebre antiedad debió ser lo que en 2020 llevó a la empresa tecnológica Huawei-España a que, en un recorte de personal, el 34% de las personas despedidas fueran mayores de 50 años, cuando en la plantilla esa franja de edad solo representaba un 11%. Afortunadamente esta discriminación encubierta ha sido condenada por una sentencia de un Juzgado de lo Social de Madrid, que ha declarado nulos los despidos. Esta y otras sentencias nos animan a defender que la edad no debe ser un peso. Lo deseable es que, como escribe Sara Mesa en su novela Un amor, los cambios en las personas respondan al pAso, y no al pEso, del tiempo. Espero que este sea el caso de la mujer con la que me cruzo en el espejo cada mañana desde hace 53 años.