manece en la Llanada. Luce el sol aunque estemos en noviembre. Un pajarillo canta, un perro olisquea en unas zarzas. Cada cuarto de hora la campana marca el tiempo que pasa lentamente. Un tractor arranca. El panadero toca el claxon y los vecinos salen y comentan la mañana mientras cogen el pan y doblan la prensa. Se presenta un domingo más€ o no.

Comienza a oírse a lo lejos un rumor de motores no habituales. Llega un coche, y luego dos y tres más detrás. Borbotean las alubias en la cocina y en la calle hierven los coches ya por docenas. El perro se refugia en la cuadra y los vecinos en sus casas. Fuera, un ejército toma posiciones y asalta posesiones. Los pajarillos se espantan y los niños campan a sus anchas. Corren las viandas y vuelan las mascarillas y los perros urbanitas van por ahí dejando sus marcas en las piedras y en las plantas. Todo es bullicio y alegría.

No muy lejos, en la ciudad vacía, los camareros repasan las mesas con lejía. En el cementerio los difuntos esperan en vano sus visitas. Como ya no leen la prensa, por razones obvias no saben que se ha recomendado espaciar las visitas al camposanto para evitar tumultos, encuentros y algarabías, y que la gente, presta y obediente, ha optado mayoritariamente por hacer caso a las autoridades y echarse al monte o al pueblo que no es suyo en alegre y nutrida romería.

Cae la tarde, y el sitio se levanta. Arrancan los coches y vuelven los confinados a sus casas. En el pueblo los vecinos salen poco a poco de sus casas y evalúan daños. Alguno comenta con el vecino, mira tú, hoy he comprendido lo que debieron sentir nuestros tastarabuelos el día de la batalla de Vitoria, que amaneció tranquilo hasta que se llenó de gente dando guerra y que acabó como empezó, sin gente y con el pueblo lleno de restos de batalla. Pues sí, dijo el otro, pero estos vuelven la próxima semana.