a visión de la película de Kenneth Branagh me ha sumergido en el túnel del tiempo, rebobinando hasta la década de los 80, en que visité la ciudad. Un lugar dividido en dos mitades, con una frontera que separa la comunidad católica de la protestante, dominada por las alambradas de espino, y los soldados ingleses apostados en los tejados con sus rifles de mira telescópica.
Allí, en la frontera de Belfast, pillamos un taxi, y primera sorpresa, el taxista pertenecía al Sinn Féin. Al referirle nuestra pertenencia vasca, nos brindó su sonrisa, y sus ojos brillaron como centellas. Enseguida empezaron sus explicaciones sobre la historia del pueblo irlandés, mientras recorríamos la parte católica de una ciudad de tonos grises, sus calles desiertas, salpicadas por algún escuadrón del ejército inglés que marchaba en formación, y un silencio atronador, interrumpido por el ruido de una tanqueta. Los comercios se contaban con los dedos de la mano, solamente se permitía la venta de productos de primera necesidad, como leche, pan y otros alimentos, para todo lo demás había que trasladarse al Belfast protestante, atravesando continuamente los cordones de seguridad, en fin, un incordio. Era otra forma de represión de la comunidad católica, mucho más empobrecida que la protestante y confinada en su casa por temor a la calle. Cobraba sentido su lucha a sangre y fuego.
Continuamos la excursión por la ciudad católica hasta llegar al cementerio, donde paradójicamente, las flores que rodeaban las tumbas brillaban en todo su esplendor, hasta llegar al lugar donde yacían los restos de Boby Sands, héroe de la causa católica, que murió tras una eterna huelga de hambre reclamando los derechos de los presos políticos, acompañado de un crisol de colores inundándolo todo, buscando la sonrisa del visitante.
Empañados por la alegría del sollozo, nuestro guía nos condujo a un local del Sinn Féin, en el que nos obsequiaron con vino irlandés, en medio de una intensa conversación que nos ilustró acerca de este honorable pueblo, cuyo conflicto religioso resultaba inédito en la Europa del siglo XX, azuzado por los intereses colonialistas del imperio anglosajón, apoyado en los habitantes protestantes venidos a lo largo de los años desde la metrópoli.
Pero volvamos a la película, que contrasta con mi visión parcial del conflicto, sin contradecirla, y donde Branagh nos plantea desde una óptica distinta, la vida de un niño (la suya) de familia protestante, en un contexto fundamentalmente católico, un niño perplejo ante un conflicto que no entiende, que convive amistosamente con la comunidad católica, y hace la gran pregunta ¿Cómo diferencio a un católico de un protestante? Y la respuesta, por su nombre de pila. Así, los Brian, Brendan o Aidan, frente a los Oliver, Jack o Harry. El protagonista desea vivir la vida de cualquier niño, con sus juegos, sus trastadas, sus amores platónicos... con el trasfondo de los gritos, las carreras, el silbido de las balas y el estruendo de las bombas, pero también con un lenguaje universal que nos hilvana con los niños de Alepo, Gaza o el Líbano, muchos de ellos muertos por desear algo más que sobrevivir, convertidos en las principales víctimas de las guerras. Con todo, el pequeño Branagh no desea abandonar Belfast, ni a sus amigos católicos, ni a sus abuelos protestantes, ni a su felicidad arrebatada por los de su misma religión que exigen adhesión a su cruzada contra los católicos, lo que les obliga a huir a Londres. Es hoy la diáspora de numerosos pueblos, como el sirio, el yemení o el libio que deben huir a causa de la guerra.
Nuestro pequeño gran hombre maneja su desconcierto como puede, entre los sermones apocalípticos del cura protestante que le ordena elegir el camino correcto, pasando por la fina ironía de su abuelo para el que las respuestas nunca son únicas, y la épica del largiducho Gary Cooper en “el solo ante el peligro” cuyas imágenes le causan un gran impacto, no termina de ver cuál es la respuesta correcta ante el dilema de la familia, abandonar Belfast. Serán los propios acontecimientos los que ultimen la drástica decisión.
Y esa despedida con la niña de sus amores, sin retóricas ni ñoñeces, cuyo afecto no consiguió destruir la disparidad de religiones, todo un mensaje a favor de la convivencia entre diferentes, uno de los grandes retos de la humanidad, como el cambio climático, defendida en esta película con destreza y verdadero arte.
Una delicia la interpretación del debutante Jude Hill, que a sus 11 años, no tiene nada que envidiar a actores consagrados y compañeros de reparto, de la talla de Judi Dench o Caitriona Balfe. Su corta edad puede ser un hándicap para la obtención de un Oscar más que merecido, pues él solito se apodera de la pantalla, con un dominio de los diferentes registros interpretativos, desde la alegría, la tristeza, la perplejidad, el miedo en el cuerpo o la adoración, que susurran un don natural en el que los genes habrán tenido algo que decir. Un portento y una maravilla de intérprete.
La banda sonora de Van Morrison, un disfrute para los sentidos, con música autóctona de la época, reconocida como patrimonio cultural de la humanidad, completan una obra, cuya autenticidad viene retratada por ese blanco y negro que pone nombre a una película de época.
Desde los 80 hasta ahora, el tiempo ha hecho su labor, dando al traste con un conflicto armado interminable, en el que todavía habrá que restañar muchas heridas sin cicatrizar, donde el diálogo entre todas las partes ha jugado a favor, con la esperanza de que no se trunque por culpa de tarambanas como los que actualmente habitan en Downing Street.
* Abogado