Según pasan los días, el surrealismo de la situación adquiere tintes inenarrables. Y eso que, aunque no lo parezca, los hechos que conforman el espíritu de este artículo están basados en circunstancias reales, al menos, tan ciertas como aquéllas que se narran en los telefilmes vespertinos que recargan la parrilla dominical de las cadenas generalistas. Verán, la jornada de autos dejé aparcado mi utilitario en una de esas zonas de San Martín en las que después de comer se puede encontrar aún alguna plaza libre para estacionar. Lo dejé como suelo, sin mayores prevenciones, confiado en mi pericia al volante, ganada ésta tras décadas como piloto urbano. No obstante, un vecino de la zona apareció en escena. Y lo hizo sin disimulo. Empezó a medir a ojo los espacios que quedaban entre mi coche y el resto y a tirar líneas imaginarias con escuadra y cartabón. Comprobó un lado, el otro y, nuevamente, el primero. Todo ello sin mediar ni media palabra. Tras tres minutos de cálculos metafóricos, el citado abrió la boca para sugerir que mi legendaria habilidad para ubicar ordenadamente mi automóvil en las zonas reservadas para ello en la ciudad dejaba mucho que desear. Lógicamente, le felicite por sus dones de buen ciudadano como acostumbro. Es decir, a berridos. La situación lo requería.