Lo de los espectáculos lamentables en los parlamentos no es nuevo. La línea entre el ambiente salsero que da un poco de picante al devenir diario de la política y el pitorreo desvergonzado que falta al respeto a la ciudadanía representada es, muchas veces, muy muy delgada. No obstante, hay episodios muy fáciles de calificar o que califican a sus protagonistas. El último, verbigracia, el circo de tres pistas en el Congreso con acusaciones de Josep Borrell a un diputado de ERC que no quiso identificar por, dijo, haberle escupido y la expulsión de Gabriel Rufián del hemiciclo. Los términos “golpista” y “fascista” están de moda, hace poco otro diputado de ERC espetaba este último en el Parlament a uno de Ciudadanos, que respondió invitándole al primero a decírselo en la calle, todo con mucho nivel. La palabra es un arma increíble. La palabra define al ser humano. Es incluso exigible la contundencia en el uso de la palabra cuando un representante público ha de denunciar una circunstancia injusta o que atenta contra la democracia, por supuesto. Pero es peligrosa la frivolidad en el uso de la palabra con el mero interés de alentar a los propios apelando a sus tripas con el único argumento maniqueo de conmigo o contra mí. Y es una vergüenza que los políticos no muestren respeto por las instituciones a las que representan.