mucho empeño ha puesto el turnismo español en amañar la sucesión regia de espaldas a la calle, algo que sabe hacer desde Cánovas y Sagasta. Bien es cierto que, desde la perspectiva del materialismo histórico, el modelo de Estado no es sino la guinda de lo que haya debajo y que las libertades en Angola, Siria o Corea del Norte, por ejemplo, por muy repúblicas que sean, flaquean frente a la tradición democrática de monarquías como Inglaterra o Suecia. Es verdad que la salud democrática no está necesariamente relacionada con que la legitimidad provenga del poder del pueblo -concepto maleable donde los haya- o sea erigido por la gracia de Dios, aunque la estética juegue en favor del primero. Pero vamos a dejarnos de monsergas, pues el debate aquí no gira en torno al derecho político comparado, sino a una memoria simbólica silenciada. Tiene que ver con las ilusiones, anhelos y esperanzas que despertó la II República -más allá de una gestión política más o menos afortunada- y con que estos sueños nos fueran arrancados de cuajo por la barbarie de un golpe militar que duró 36 años. Pase que París bien valiera una misa en la segunda restauración borbónica y ese pragmatismo de que aquí no ha pasado nada, pero la legitimidad republicana merece al menos un lugar en la memoria.