En otras zonas es conocido como tapeo o chateo. Ir de tascas, expresión que traducida a la peculiar idiosincrasia vasca, no es otra cosa que el chiquiteo o, en lenguaje más juvenil, poteo. Decir ir de potes supone también una identificación de las bebidas con el propio hecho de tomar su contenido líquido. Pero incluso, referente a ello, podemos encontrar unas expresiones mas pasotillas, al menos en lo que concierne a los ambientes juveniles locales de este acto de potear, como es el la de ir a tomar unos ‘cancarros’ o también ‘calderos’.
El nombre de txikiteo fue por la forma del vaso, y es que en tiempos pasados esos vinos peleones se acompañaban con algo para llenar el buche que no era otra cosa que los salazones, encurtidos y ahumados que fueron llegando a la frontera de Irun, una vez construido el ferrocarril que unía con la capital del estado en el año 1858.
En la actualidad, las bebidas de trago largo y fácil que arrasan, sobre todo entre los más jóvenes, son la cerveza, bien sea de barril servida en cañas o jarras y también de botella. En este caso la chavalería suele decir coloquialmente: vamos a tomar unas birras y ahora incluso unas ipas, en referencia al estilo. Además, la cerveza de barril o de grifo tiene, sobre todo en Euskal Herria, una expresión mini de servicio –aproximadamente la mitad de una caña–, que es el simpático zurito, que viene a cubrir, cuando se hace una ronda, la función moderadora (ya que se bebe menos) del primitivo chiquito, pero en este caso, en vez del vino, es la cerveza su protagonista.
El primitivo chiquiteo siempre ha sido un agradable e importante entretenimiento lúdico, además del soporte donde nace el pintxo; ha sido una costumbre de todos los vascos y también de sus numerosos visitantes.
En esta actividad se realizaban rondas interminables con vinos de pasto, que hoy serían difíciles de soportar. Y aunque siempre ha sido una actividad puramente lúdica, en esencia es un acto social de relación y amistad plasmado en la llamada cuadrilla.
Volviendo al pintxo, este soporte sobre pan tiene su esplendor a finales de los años 50. Coincidiendo con el resurgir económico y no por casualidad, se inicia el imparable progreso de la culinaria del pintxo, entonces llamado banderilla, refiriéndose al acto taurino, que con un estilo netamente donostiarra desembocará en un nuevo mundo de riqueza gastronómica.
El origen de la Gilda
Resulta interesante conocer el origen de la propia denominación de uno de los pintxos más históricos y aún presente en todas las barras de esta ciudad, la Gilda. Se trata de una banderilla formada por una anchoa en salazón en aceite que, junto a una guindilla encurtida en vinagre y una aceituna, se engancha con un palillo. Hay que señalar que hablamos de un auténtico pintxo, ya que los tres elementos se pinchan con un palillo.
Esta banderilla se bautizó así a raíz de la mitomanía surgida por el escandaloso, que hoy nos hace sonreír, estreno de la película protagonizada por Rita Hayworth a final de los años cuarenta: Gilda. Al parecer, la comparación radicaba en que en la banderilla se unían el picante y la insinuante silueta que proporciona la guindilla, hasta el punto de que la calenturienta imaginación de algún tasquero local intuyó adivinar en este pincho las provocadoras piernas de la famosa actriz. Por imaginación, desde luego, que no quede. El hecho es que este pintxo, con todo su glamour cinéfilo, pronto enamoró a propios y extraños, y sigue encantando a todo quisqui, generación tras generación.
Otro de los más emblemáticos preparados engarzados por el palillo fue, poco más tarde, el del huevo duro con gamba y aceituna, levemente cubierto con mahonesa. Es, junto con la Gilda, una de las banderillas más clásicas que subsisten en gran parte de las barras de los bares vascos.
La evolución
El vermú dominguero hizo evolucionar el pintxo. Los txikiteros acudían con sus esposas e hijos, e hicieron evolucionar y dotar de personalidad al pintxo. Entre ellos, uno estrechamente ligado a una actividad festiva distinta al diario poteo: el aperitivo de los domingos. Aunque no necesariamente relacionado al consumo del vermú, esta actividad de ir a tomar el aperitivo, a pesar de los elementos comunes con el chiquiteo, resulta diferente de éste.
La cuadrilla se sustituye por la familia y por supuesto, el picoteo y sus vinos son de nivel más elevado. Se come por placer y no por necesidad de contrarrestar el estómago de vino peleón. Surge así el pintxo de los domingos. Los bares alejan sus ojos de la cocina popular rústica para ponerlos en la culinaria de los restaurantes con más sibaritismo. Los entremeses fríos y calientes o los fritos variados, entonces presentes en las cartas de los más encopetados restaurantes como el Panier Fleuri, en aquellas fechas todavía en la población cercana a San Sebastián, como Rentería, son el espejo en el que comienzan a mirarse todas las tascas de San Sebastián y sus alrededores.
Así, fritos como las croquetas, los mejillones rellenos, los sesos, las gambas con gabardina y los calamares, junto a pintxos fríos como la ensaladilla rusa, van a convertirse en los grandes protagonistas del aperitivo en esta tierra. De hecho, hoy por hoy siguen siendo los más solicitados.
En el despegue del pintxo, el panorama de los bares donostiarras entre los años 70 y 80, en plenitud del desarrollo industrial y de la bonanza económica, resulta esplendoroso. Las grandes estrellas del pintxo de aquella época fueron La Espiga, famosa por sus fritos cantados, y que aún sigue vivita y coleando haciendo prácticamente las mismas cosas; y el desaparecido Negresco, una marisquería de auténtico lujo, cuyos pintxos más modestos eran las mejores joyas, como los mejillones rellenos o el canapé de anchoas con refrito de pimientos, que además son las banderillas que más imitadores han tenido a lo largo de los tiempos.
Resulta también muy significativo que estos dos bares estaban situados fuera de la órbita de la parte vieja. En ella se situaba el bar Alcalde, con un estilo de mesón, con carteles taurinos y ambiente popular a la adoración por la chacinería ibérica, y sobre todo el jamón de Jabugo y Guijuelo.
También La Cepa, que eran dos –una en San Sebastián y otra en Rentería–, aunque de distintos propietarios, y el más que popular Vallés, sito en el centro de la ciudad, en la calle Reyes Católicos, que a algunos chistosos de la época llamaban en broma “Reyes Alcohólicos”.
En este listado también destacan el bar Martínez, que evolucionó a los canapés de chatka (siempre auténtica) o el pastel de verduras; los champis del Tamboril; y el Txepetxao con las piruletas que elaboraba y todavía lo hace a partir de las anchoas marinadas. Además, no podía faltar el bar Astelena, no sólo famoso por su pastel de merluza, fuente de inspiración del archicopiado pastel de krabarroka de Juan Mari Arzak, así como otros deleites de la cocina popular puesta al día, como son la ropa vieja, el bacalao encebollado o sus cremosas croquetas.
Y ya en los 80, llegarían los bares con una minicocina con firma como el Aloña Berri, hoy día cerrado, el Bergara o el Oñatz.