Gaza - Como cada mañana de viernes desde que su padre le llevara por primera vez a la mezquita, Fadi al Lahawi, se aseó ayer con esmero y se puso la galabeya blanca y planchada de los días de rezo comunitario. Se despidió de su mujer, tomó su bicicleta descascarillada e inició el largo camino que separa la mezquita Al Umari, la más antigua de Gaza, de su casa en el barrio de Zaitum, uno de los más castigados por la actual ofensiva israelí en la franja de Gaza. “No hemos dormido, no creo que nadie haya dormido esta noche. Mis hijos aún lloran y mi mujer no ha querido salir en toda la noche de debajo de la mesa. Pero Alá ha querido que sigamos vivos”, explica Fadi con una mueca de dolor bajo profundas ojeras. “Hace diez días que no dormimos más de tres horas seguidas. Golpean y golpean. Puede ser cualquier casa. Anoche fue mucho peor”, añade.

El miedo se ha instalado en Gaza desde hace diez días. Ayer otros 18.000 gazatíes, de acuerdo con datos de la UNRWA (la agencia de la ONU para los palestinos), abandonaron su hogar, impulsados por el terror que ha desatado en las poblaciones del norte y el sur la presencia en Gaza de la infantería y los carros de combate israelíes.

El gobierno israelí decidió ampliar su ofensiva militar en Gaza con la fase terrestre, tan temida por la población civil como esperada por los extremistas de ambos lados, que han presionado para imponer un conflicto armado. Poco antes de la medianoche del jueves, unidades de infantería, tanques y carros blindados israelíes cruzaron la divisoria y se apostaron en áreas abiertas cercanas a la frontera, desde donde bombardearon con gran intensidad, toda la noche, barrios del norte, el este y el sur de la Franja. Algunos combates cuerpo a cuerpo se entablaron en el extrarradio de barrios como Beit Janun, Beit Lahia y Zaitum, en los que murieron 14 milicianos islámicos, seis civiles -la mitad de ellos niños- y un soldado israelí, según las fuentes.

Zaitum y Beit Lahia, era ayer un páramo desolador, un escenario fantasmal de tiendas cerradas y calles vacías, en el que solo se escuchaba el hosco flamear de la banderas de Hamás y la milicia palestina Yihad Islámica. De cuando en cuando, algún niño cruzaba las carreteras desiertas, o una inesperada explosión sacudía los edificios, despertaba una nube de humo y polvo, y recordaba lo aleatoria que se ha convertido la vida en Gaza.

Escudos humanos Un vecino del barrio de Beit Lahia, desierto y con las heridas de la guerra aún humeantes, explicaba la mañana de ayer el infierno que habían soportado: durante algunas horas, el sonido de los misiles y los morteros se repetía cada seis segundos. Allí, la noche anterior, Israel también bombardeó con intensidad un hospital de discapacitados en el que se habían acantonado como escudos humanos un grupo de extranjeros.

Poco después de iniciarse la incursión terrestre fueron avisados y tuvieron 15 minutos para escapar y mover a los enfermos, que fueron llevados a otra clínica sin lamentar víctimas, explicó uno de ellos. “El problema es que no sabemos cuánto va a durar. Qué van a hacer. Cuánto podemos resistir. Por el día no comemos por el Ramadán y por la noche no dormimos”, se quejaba Raduan, un hombre que ayer buscaba algo de carne en un casi vacío mercado.

Aunque el Ejército israelí se ha apresurado a asegurar que su objetivo es debilitar la infraestructura militar del brazo armado del movimiento islamista de Hamás -en particular las lanzaderas de cohetes y los túneles- pero respetar su sección política, pocos saben cómo se va a desarrollar la segunda incursión terrestre en cinco años. La anterior, que se desarrolló entre diciembre de 2008 y enero de 2009, dejó casi 1.400 palestinos muertos.

Todo apunta a que en esta fase inicial, blindados e infantería se quedarán a escasos kilómetros de la frontera, y no se arriesgarán a entrar en las ciudades, para evitar el peligro de una guerra urbana plagada de bajas. Una opción que a decir de los expertos prolongaría la operación, que al parecer todavía no contempla la alternativa de la ocupación y permanencia del Ejército.

A Umm Aisha, una joven madre de cinco niños residente en Beit Lahia, también le preocupa la permanencia, pero en la escuela de la ONU donde se ha visto obligada a refugiarse tras una doble huida de los misiles. “No tenemos ropa para cambiarnos. No tenemos comida, estamos aquí encerrados sin poder apenas salir, sin hacer nada”, explicaba en la escuela de Falah a la que ha llegado sin su marido, herido en el primero de los bombardeos.

Asustada, salió con sus hijas rumbo a la casa de su madre, en Zaitum. Un día después, un segundo misil cayó en la vecindad, rompió los cristales y multiplicó el miedo.