Me van a perdonar, pero estoy anonadado (nuevamente). En esta ocasión, creo que el estado de ánimo está justificado. Les cuento: acabo de salir de una jornada inmersiva en el conocimiento de distintas herramientas de inteligencia artificial. Y lo he hecho con cara de pasmado, como si hubiera asistido a una sesión de magia de cerca, con juegos de cartas y mago socarrón. Les confieso que, hasta la fecha, mi relación con la IA había sido prospectiva y fundamentalmente ligada a momentos de ocio y con resultados cuestionables. Me había acercado a ella guiado por las prevenciones clásicas de la mayoría de los humanos ante las tecnologías que han llegado para cambiar los paradigmas que definen el mundo. Ahora, sin embargo, y tras conocer más al detalle la capacidad de algunas aplicaciones de la mano de expertos en la materia, creo que me siento como los monjes amanuenses de las abadías medievales cuando se enteraron de la irrupción de la imprenta. Y todo ello con el agravante de las circunstancias: hace siglos nadie había avisado de que la llegada de la prensa de tinta iba a suponer un hito para la Historia. Hoy, sin embargo, uno se enfrenta a la IA con el convencimiento de que va a modificar sustancialmente la forma de proceder de la Humanidad.
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