Desconozco cuál fue el origen de la conversación por antonomasia en un ascensor: el tiempo. Pero, independientemente de quién la ideó y cuándo, lo cierto es que se habría hecho de oro si fuera capaz de cobrar royalties por su utilización. Ayer, sin ir más lejos, justo antes de ponerme a escribir estas líneas en la redacción, tuve que echar mano de ese recurso para no parecer un antipático con un perfecto desconocido que compartía el elevador camino del periódico. Después, tras el preceptivo cruce de comentarios sobre lo elevado de las temperaturas y el dañino cambio climático, ambos dos, mi desconocido interlocutor y yo, seguimos con nuestras vidas sin mirar atrás. Es curiosa esta forma de comportarse de los humanos, que pasan de no decir ni esta boca es mía cuando son interpelados por un conocido con un saludo a verse en la necesidad de parlotear sin sentido sobre si caen chuzos de punta o si se abrasan las lagartijas bajo un sol de aúpa con alguien con el que solo se tiene en común el escaso metro cuadrado del ascensor. Supongo que toda esta forma de comportamiento forma parte del inabarcable listado de incongruencias que jalonan la presunta inteligencia del ser humano (al menos, la de algunos ejemplares).