Elegante, con un traje que le quedaba como un guante, más delgado e, imagino, con un inevitable cosquilleo en el estómago. Así vi a Pablo Laso al enfilar el túnel de salida al Buesa Arena en su debut en casa como técnico baskonista en partido oficial. Como es ritual, recibió los aplausos de una parroquia que acostumbra a agasajar así a los comandantes de la nave azulgrana.
Pero ayer era una noche especial y terminó de forma magnífica. Después de un verano en el que el bombazo de su fichaje ha alimentado la ilusión entre la afición, más de 10.000 baskonistas vivieron la vuelta a casa del hijo pródigo con un magnífico duelo por delante.
Entre los emisores de esos aplausos de reconocimiento se mezclaban, sin duda, muchos de aquellos que le han pitado durante sus años como entrenador merengue y aquellos que nunca pudieron silbarle porque le habían idolatrado demasiado como jugador en aquellos años en los que el Baskonia iniciaba el camino a la élite.
Dicen que al amor y al odio los separa una fina línea y quienes en su día la traspasaron han tardado muy poco en volver atrás. Es lo normal ante el retorno de uno de los nuestros, no uno cualquiera, sino uno de los más grandes. Ojalá la ilusión se vea impulsada por la dosis justa de fortuna necesaria para transformarla en éxitos sobre la cancha.