Será la única ocasión en que estuve de acuerdo con Rosa Díez, cuando denunció que “el Senado español no sirve para nada, salvo para colocar los excedentes de los partidos”. Aunque abundan quienes van más allá y piensan que, si el Senado romano resultó determinante para el ocaso de aquella civilización, cómo acabaremos en estas latitudes, donde además tenemos Congreso. Sobre todo tras la nueva bufonada de la derecha extremada en las Cortes españolas, esta vez el jueves en una comisión general de las comunidades autónomas del Senado convertida en el cortijo del PP. La alegoría de su España, donde no caben más amnistías que las suyas, fiscales naturalmente. Solo que en el akelarre contra la aún hipotética investidura de Sánchez se les coló el president catalán para reclamar ante la bancada pepera el pack completo de amnistía más autodeterminación. Gol de Aragonés. Como le ha ocurrido con cuantas maniobras ha orquestado, Feijóo volvió a fracasar en su intento de fracturar al PSOE con la llamada a “promover la convivencia democrática dentro de la Constitución” (sic), que es justo lo que se procuró con el Estatut de 2006 avalado en consulta popular que el Tribunal Constitucional cepilló en 2010 a instancias precisamente del PP. Ahí reside el origen del referéndum de autodeterminación del 1 de octubre de 2017, cuyas secuelas penales y sociales se pretenden superar con una medida de gracia similar a la amnistía que el Gobierno de Azaña dispensó en la Segunda República a Lluis Companys, condenado por rebelión al declarar el Estat Catalá. La probable investidura de Sánchez pasa por que la única mayoría parlamentaria viable se comprometa con la amnistía, o el vocablo con el que se opere, para que encaje con el bien superior de la “convivencia ciudadana” a la que alude el preámbulo de la Constitución. Tras su aprobación, y sin que pudiera suspenderse como ley de ámbito nacional –ni apelar al Tribunal de Luxemburgo por tratarse de un conflicto jurídico interno–, el PP dispondría de tres meses para recurrir ante el TC, capitalizando su enésima judicialización de la política pues a Vox no le alcanzan los diputados para impugnar. Eso sí, la anulación de las condenas firmes y la suspensión de los procesos por concluir competería a los tribunales ordinarios; por eso, cuanto más precisa resultase la ley de amnistía –o como se diga–, menos margen habría para la interpretación en favor de una respuesta homogénea. Sin amnistía –o como se diga– Sánchez no será presidente, igual que Aznar tuvo que claudicar en su día ante CiU cediendo el 33% del IRPF, el 35% del IVA, el 40% de Sociedades y el 100% de los impuestos especiales. Y eso siempre que Puigdemont no persista en ligar el apoyo de Junts al ejercicio próximo de la autodeterminación, a riesgo de responsabilizarse de una repetición electoral en beneficio de Feijóo. Pero los demás actores también quieren legítimamente lo suyo, por ejemplo el PNV las traspasos pendientes, para asegurar una legislatura duradera. Una tarea aún más compleja que conservar la Moncloa, previa activación de una ardua amnistía. O como se diga.