ÚLTIMAMENTE, cada vez que sale el IPC, no puedo evitar soltar media docena de cagüentales. Como el trilero que levanta el vaso y muestra que ahí no está la bolita, los titulares chamullan que la cifra “se ha moderado”. Ni la más dúctil de las arcillas se puede modelar con tanta facilidad como los números. Mentiras, grandes mentiras y estadísticas. Pregúntenle a su bolsillo si, como señala el triunfalista dato oficial, los precios se encarecieron en 2022 un 5,4 por ciento. Siendo un hachazo, nos daríamos con un canto en los dientes si la subida se pareciera algo a los mordiscos que sufrimos al pasar la tarjeta por el datáfono de la caja del súper, el híper o la tienda de la esquina.
Cualquiera que haga la compra personalmente sabe que el incremento ha sido muy superior. En especial, la de los productos más básicos. Pan, leche, huevos, verdura, carne, pescado o aceite han subido muy por encima de esa media teórica que no sirven mensualmente como la que va a misa. Incluso se queda corto el 15 por ciento que nos detallan en la letra pequeña como aumento del coste de los productos de alimentación. Y lo peor es que tiene toda la pinta de que no hay modo de frenar la escalada. Las cacareadas (y fiscalmente demenciales) supresiones o reducciones del IVA se están demostrando, apenas dos semanas después de su entrada en vigor, una filfa absoluta. Si en los primeros días, algunos productos bajaron unos céntimos -casi siempre, por debajo de lo que realmente correspondía-, pronto hemos comprobado cómo han vuelto a subir e incluso están más caros que el 31 de diciembre. Pero el próximo IPC nos dirá lo contrario.