Era Samora Pinderhughes uno de los nombres más esperados este año dentro de la programación del Principal, además por muchas razones. El pianista, cantante, compositor, cineasta y artista, incluso a pesar de pillarle la pandemia en plena progresión internacional, está llamando y mucho la atención, gracias no solo a su personal sello creativo, sino también a su implicación y activismo social y político.

Es cierto que su disco Grief causó sensación desde el primer momento en el que apareció el año pasado, pero también que el de Vitoria es su primer concierto por estos lares y que, por lo tanto, la inmensa mayoría de los presentes en el centenario teatro tenían pocas referencias de lo que poder esperar de su directo. Las dudas se disiparon pronto. Poco a poco, fue construyendo una atmósfera de intimidad y vulnerabilidad que, por unos instantes, llegó a sobrecoger al público.

En un escenario con media entrada, el pianista y cantante se presentó bien acompañado en la parte vocal, aunque sobró algún momento performativo en forma de baile. Sutil y delicado, Pinderhughes fue tejiendo su particular tela de araña, esa en la que ocasiones dio hasta pudor hacer el más mínimo gesto que pudiera desviar la atención de lo que aconteció sobre las tablas. Eso sí, como en el concierto de Marco Mezquida y Moisés P. Sánchez, el festival haría bien en dejar quieto su digital logo presente en el escenario. También sería bueno que algunos espectadores silenciasen sus móviles.

Casi sin que nadie se diera cuenta, el concierto llegó a su final con dos sensaciones claras. La primera, que hubiera sido imposible generar el mismo ambiente, por ejemplo, en el polideportivo. La música de Pinderhughes y el Principal casaron a la perfección. La segunda, que el artista es un creador a seguir de cerca en su desarrollo futuro.