Tirando de la gracieta clásica (y ya viejuna), en demasiadas ocasiones el Gobierno español tiene menos detalles que el salpicadero de un Seat Panda. Puesto que el PNV, uno de sus aliados más pacientes y estables, es el principal impulsor de una ley de Secretos Oficiales que sustituya a la vergonzosamente vigente desde el franquismo, habría costado poco compartir con los jeltzales los contenidos de la norma sobre Información Clasificada que aprobó el martes el Consejo de Ministros. Pero no. Como de costumbre, se optó por filtrar el material a los medios de confianza para que la noticia llegase predigerida a conveniencia. Bien es verdad que, también a través de una cabecera afín, supimos que la ley provocó una rebelión en el gabinete Sánchez. La ministra de la guerra, el de la porra y el de las cosas de fuera de las fronteras no quisieron firmar el anteproyecto. A Margarita Robles, por lo visto, le sabe a cuerno quemado que se traslade la facultad decisoria del CNI a Presidencia. Por solidaridad o por lo que fuera, Grande-Marlaska y Albares también eludieron el autógrafo, con lo que el texto va solo con el aval del titular de Justicia y Presidencia, Félix Bolaños. Eso, en sí mismo, es un mal principio, y explica que los aspectos adelantados sobre la nueva ley nos resulten tan difusos, amén de timoratos de cara al objetivo final de la reforma. A estas alturas del calendario, mantener plazos cercanos al medio siglo para la desclasificación es un exceso o, en una interpretación más negativa, un intento de mantener secuestrada la verdad de hechos sobre los que toda la documentación debería ser pública. Nadie duda de que un Estado debe tener una norma de este tipo. Pero tal texto legal no puede servir como paraguas para la impunidad ante la vulneración de los derechos humanos. Si la nueva ley sigue vetándonos los episodios de guerra sucia del Estado, más allá del tiempo que haya pasado desde que tuvieron lugar, será prácticamente tan inaceptable como la actual.