Un guasap extemporáneo en medio de mi caminata matutina de lunes de Pascua. “El Papa ha muerto”, me informaba un compañero. Confieso que mi primer pensamiento sorteó los sentimientos básicos. En el bote inicial, para este deshumanizado tribulete, lo importante era que las cabeceras del Grupo Noticias diéramos la talla a la hora de contarlo. Sí, por muy bonita que sea la frase de Kapuscinski –que era tan jeta como gran periodista–, son los cínicos como él mismo los que sirven para este oficio de trasegar con la información. Por eso, ante el fallecimiento inminente de una figura de relieve planetario, nos cubrimos las espaldas produciendo material a espuertas para que, cuando se certifique el hecho biológico, estemos en condiciones de colocar en el mercado como si fuera fresco el material que llevaba semanas en el congelador. Supongo que ya lo imaginaban. Si no es así, perdón por desvelarles la verdad sobre Olentzero o los Reyes Magos.

Cubierto el flanco profesional en lo meramente informativo, tocaba atender la vertiente opinativa. Claro, para cumplir la expectativa, debía comerme con patatas la columna que ya tenía a punto de caramelo sobre los sarpullidos neandertales de rigor contra el primer Aberri Eguna de Esteban como presidente del EBB y Pradales como lehendakari, y centrar el tiro en el acontecimiento que eclipsa cualquier otra menudencia. Por suerte, uno atesora un puñado de tablas. Las suficientes como para tirar de repertorio y recordar aquel 13 de marzo de 2013 en que Jorge Mario Bergoglio fue elevado a la magistratura de Pedro. Mientras se aguardaba la fumata blanca, la casualidad me hizo compartir un pitillo con un sacerdote de la compañía fundada por Iñigo de Loiola. “Van a escoger a cualquiera menos a un jesuita”, me aseguró. Su vaticinio estalló por los aires en cuestión de un par de horas. Como tantos prejuicios –incluidos los míos– que Bergoglio/Francisco ha derribado en sus fructíferos doce años de pontificado. DEP.