El 11 de septiembre es un día de luto. El 11-S de 2001 fue el atentado a las torres gemelas. En 1973 el felón Pinochet Ugarte encabezó el golpe militar en Chile. Para los catalanes es la fecha del fin, por designio del primer rey Borbón, de su autogobierno secular. Mucho antes, en 1683, los hasta entonces imparables ejércitos islámicos otomanos fueron derrotados en la Batalla de Viena por Jan III Sobieski (rey de Polonia) y entonces el islam pasó a ser un enemigo de lo occidental para toda la vida
Allen Ginsberg (Newark, 1926-Nueva York, 1997) fue uno de los poetas más destacados, junto con Jack Kerouac y William Burroughs, de la Generación Beat que se opuso al militarismo (guerra de Vietnam), al materialismo económico y a la represión sexual durante los años 50 y 60 del pasado siglo. Aquel movimiento contracultural experimentó –no lo llamaría adicción– con todo tipo de drogas en búsqueda de la inspiración creativa o de “cosas diferentes”. Pusieron de moda el consumo del peyote, un pequeño cactus americano que por su contenido de mescalina es usado por los indígenas mexicanos para soportar el hambre y el cansancio, y por los jóvenes estadounidenses para evadirse de la realidad en búsqueda de nuevas sensaciones. Ginsberg, se dice, estaba bajo la influencia del peyote cuando escribió su reconocido y alabado poema Aullidos (1954), donde describe a “los ángeles de Mahoma que bailan entre los rascacielos”. Con esas letras, inquietantemente proféticas, se adelantaba casi medio siglo a lo que acabó ocurriendo tal día como hoy del año 2001, un 11-S que los estadounidenses llaman 9-11. Así que los versos pueden resultar proféticos. ¿O se trataba simplemente de las alucinaciones producidas por la droga, anticipo de otras alucinaciones humanas más tenebrosas? ¿O solo la fantasía es capaz de vislumbrar la realidad en todo su horror?
El 11 de septiembre de 2001, Nueva York, la capital del mundo moderno, se hundió en una oscuridad total. Dos aviones a reacción, dos proyectiles llenos de rehenes que se hallaban paralizados o gritaban, convirtieron el sur de la ciudad en una fosa común carbonizada. Pero no era “lo moderno” lo que los terroristas atacaban. Ese mismo año la misma ideología había destruido con artillería pesada las estatuas de los budas de Bamiyán (Afganistán) por su blasfemo carácter no islámico. Porque lo que los autores del ataque a los EE.UU. abominaban y odian de “Occidente” son sus mujeres emancipadas, su investigación científica y su separación entre religión y Estado. El plan consistía en maximizar el número de víctimas civiles atacando las Torres Gemelas (símbolo de la economía capitalista), el Pentágono (símbolo del poder militar) y, a falta de más pruebas, también el Capitolio (símbolo del poder legislativo), que no llegó a ejecutarse por la heroica reacción de los pasajeros del avión destinado a esa finalidad que acabó estrellándose en Pennsylvania. Y por último, la Casa Blanca (Ejecutivo) que ya había sobrevivido a los imperialistas británicos cuando intentaron quemarla durante la guerra de la Independencia y al ejército Confederado durante la guerra de la Secesión. La Casa Blanca no llegó a ser alcanzada por haber sido detenido fortuitamente por el FBI el piloto suicida Zacarias Moussaoui unas semanas antes de dirigir ese ataque. El balance final, si de números hablamos, 2.996 muertos y más de 30.000 heridos. Si hablamos del resultado político, ese primer ataque sufrido por los estadounidenses en territorio continental fue la confirmación de vulnerabilidad del sistema defensivo ante un nuevo enemigo irracional y nihilista pues su propia muerte nada les importaba. Si hablamos de las sicológicas, los neoyorkinos no incurrieron en pánico o saqueos, como si llevasen la lección aprendida de sus primos, los flemáticos ingleses, durante el bombardeo nazi sobre suelo británico (blitzkrieg) durante la II Guerra Mundial.
Otros 11-S
El 11 de septiembre es definitivamente un día de luto. Para los demócratas por ser la fecha del año 1973 en la que el felón Pinochet Ugarte, cuya madre descendía de mi pueblo –ahí me duele–, encabezó el golpe militar que terminó con el gobierno de Unidad Popular de Salvador Allende, quien acabó matándose de propia mano sin esperar a que lo hiciesen manos ajenas y traidoras. Para los catalanes también se trata de una fecha luctuosa, la del fin, por designio del primer rey Borbón, de su autogobierno secular (independencia interrumpida incluida); una derrota militar en toda regla que dio lugar a un renacimiento vigente hasta el día de hoy, tres siglos después y que se conmemora en la Diada. Para otros, tal vez Osama Bin Laden entre ellos –no podemos obviar que se trataba de un tipo culto–, también lo es por motivos bien distintos. Otro 11 de septiembre esta vez en 1683, los hasta entonces imparables ejércitos islámicos otomanos fueron derrotados en la Batalla de Viena por Jan III Sobieski (rey de Polonia). “Venimus, vidimus, Deus vicit”, parafraseando el “Veni, vidi, vicit” de Julio César, dijo el polaco tras su victoria a las puertas de Viena. La fecha señala el momento en el que el islam más proselitista estuvo a punto de convertirse en una superpotencia de haberse producido la conquista militar de Europa. Y allí comenzó su declive; y el islam pasó a ser un enemigo de lo occidental para toda la vida y en su versión más fanática, un enemigo de nuestra vida.
“Allí donde se queman libros se acabarán quemando seres humanos” es una muy citada frase del poeta alemán Heinrich Heine, otro verso profético desgarradoramente real cuando un siglo después los nazis la cumplieron a rajatabla. Pero a menudo se olvida que la cita es parte de su poema Almanzor (1821) y advierte contra las consecuencias de la quema del Corán por parte de la Inquisición española. No me atrevo a concluir que “quien siembra vientos, recoge tempestades”. Nada más lejos de mí pensar eso de que los enemigos somos nosotros mismos. Pero nuestra presumida superioridad moral sobre los musulmanes, mantenida en el tiempo, tan chovinista y xenófoba, no es algo de lo que se pueda estar orgulloso, ciertamente; y no lo deberíamos estar.
Polvo y carne
Nuestra vida no necesita la sangre, solo recurrimos a la sangre cuando se nos fuerza a ello. Por lo tanto, había que responder a la agresión del 11-S; el futuro inmediato anunciaba nuevos ataques, tanto en Europa –como así fue en Londres, Madrid y París– como en Asia. Pero incurrimos en la mentira para justificar nuestra respuesta: las armas de destrucción masiva supuestamente ocultadas en los arsenales iraquíes de Saddam Hussein fue una enorme mentira a la que dio crédito ese subalterno, ambicioso, limitado y mendaz José María Aznar al que la política internacional le venía enorme. Las consecuencias de su micromegalomanía resultaron devastadoras para la población madrileña un 11-M del 2004. Como otra mentira resultó la invocación de la defensa de los derechos humanos a nivel mundial, mientras se ocultaba la tortura practicada en Guantánamo y diversas cárceles secretas europeas y se abandonaba a su suerte a las mujeres afganas años después.
Repartir leña a diestro y siniestro resultó inútilmente eficaz. Eficaz pues los EE.UU. no han vuelto a ser bombardeados. Inútil porque el terrorismo yihadista se trasladó a Europa hasta el día de la fecha, si bien con escasa entidad y mayor aleatoriedad (colegios, asaltos individuales cometidos por “lobos solitarios”, etc.)
La verticalidad de la ciudad de Nueva York quedó limitada. Las Torres Gemelas ya no existen y en su base se entremezclan los huesos y los esqueletos convertidos en polvo. Joseph Brodsky, poeta y premio Nobel de 1987, expulsado de la URSS, su país, por las autoridades soviéticas, afincado en Nueva York donde falleció, dejó escrito en verso: “Porque el polvo es la carne del tiempo”. Imposible describir mejor que desde su poesía el dramatismo y las consecuencias de lo vivido aquel 11-S cuando el polvo se convirtió en la carne que cambió nuestro tiempo y nuestra Historia.