Araba recupera poco a poco la calma tras casi 4 días ininterrumpidos de fiesta y algo de desenfreno. Una celebración más que merecida para un equipo, una afición y un territorio que explotaron de alegría en el mismo momento en el que el Búfalo de Gernika transformaba el ya histórico penalti en el minuto 129. Una jugada, una decisión arbitral, un toque de balón, un detalle, un único detalle, marcaba la delgada línea que separa el éxito del fracaso. Esta vez salió cara, pero perfectamente podría haber salido cruz. Y eso no habría significado que el cuerpo técnico hubiera trabajado peor ni que la plantilla se hubiera esforzado menos, pero el reconocimiento público de esa labor habría sido totalmente diferente. Las recepciones institucionales no se hubieran producido y la mayoría de las camisetas que abarrotaban el lunes la plaza de la Virgen Blanca se hubieran quedado guardadas en un cajón. Y probablemente no sería justo, pero, sin duda, sería absolutamente normal.
Porque lo normal en la sociedad en que vivimos, y no solo en el deporte, es reconocer solo a quien gana, fijarnos únicamente en el resultado y obviar absolutamente el camino que nos ha llevado, o no, hasta él. En estos tiempos en los que todo aquel que no triunfa es un fracasado, en los que un detalle te hace pasar de héroe a villano, lo habitual es no prestar atención a los matices, a los detalles o a los distintos factores que han podido influir en el desenlace y entre los cuales, a menudo, la suerte ocupa un papel fundamental. Y conviene tenerlo muy presente, sobre todo, en las ocasiones en las que la fortuna nos sonríe, porque habrá otras muchas en las que, con toda seguridad, no lo hará. Y eso, a pesar de lo que nos hagan creer, no significará necesariamente haber fracasado, sino, simple y llanamente, no haber conseguido los objetivos. Y al día siguiente habrá que volver a levantarse y ponerse a trabajar, porque lo bueno que tiene la vida es que siempre te va poniendo metas nuevas que alcanzar.