Rafael De Nogales, hijo de Felipe Intxauspe, un rico hacendado vasco-venezolano, se hallaba apostado en Hasan-Kaleh (Pasinler), en el frente del Cáucaso. Servía como coronel del ejército otomano. Fuera de un cañoneo intermitente, la vida se limitaba a esperar que pasara el invierno, tratar de preservarse del tifus y engullir junto a otros oficiales de estado mayor desayunos a la turca, consistentes en una tortilla de huevos nadando en manteca de vaca y rellena de almendras, pasas y pistaches, seguida de pêle mêle de gelatina dulce, salchichas pasturma freídas con ajos, te, merengues, ensalada de cebollas crudas, fresas frescas con crema, bollos de queso saturados de aceite, helados fragantes de rosa y violeta y, por último, cebada frita o bulgur, plato final y obligado de todo menú prochain-oriental.

No era la vida de soldado de fortuna a la que estaba acostumbrado tras servir en el ejército británico durante la Guerra de los Boers (1899-1902) y en el ejército japonés en la Guerra rusojaponesa (1904-1905). Y pidió ser trasladado a la ciudad de Van.

Viajó en compañía de su asistente Tasim Chavush y su caballerizo Ali. El viaje al sur era peligroso ya que tenía que atravesar en pleno invierno la sierra nevada de los mil y un lagos, a unos 4.000 metros de altitud y, siguiendo el curso del río Araxes, salvar las crestas que dos mil años antes había pisado Jenofonte durante la expedición de los diez mil… “Partí en pos de tenebrosos horizontes, en busca de la Armenia de Urartu, la de las lágrimas de sangre y alaridos de terror, mientras que desde un cielo gris y triste como la mirada de un difunto brotaban silenciosos copos de nieve”.

Tras dos semanas de marcha, alcanzaron el valle del Frat, a orillas del lago Van, frente al Nemrod-Dagh, un volcán extinto de 2.700 metros, coronado por un cráter de ocho kilómetros de circunferencia, una de las cinco maravillas de Armenia. Pero aquella mañana del 20 de abril de 1915 el paisaje era dantesco debido al carácter sanguinario del gobernador de la provincia, Dyevded Bey, cuñado del ministro Enver Pachá. A su paso tropezaron “con los cadáveres mutilados de numerosos armenios, extendidos a lo largo del camino. Y una hora más tarde divisamos varias columnas de humo gigantescas que surgían de la banda opuesta del lago, marcando el sitio donde las ciudades y los villorrios de la provincia de Van eran presa de las llamas. Entonces comprendí. La suerte estaba echada… Cayó el sol y el cielo se tiño de sangre”.

Agresión otomana

Al amanecer del 21 de abril, De Nogales se despertó con el ruido de tiros y descargas. Pensó que la pequeña aldea de Adil-Javús [Adilcevaz] estaba siendo atacada por los armenios, pero pronto descubrió que los agresores eran las autoridades otomanas que, apoyados por civiles, habían asaltado y saqueado el barrio armenio, en el que “tres o cuatrocientos artesanos cristianos se defendían desesperadamente contra esa turba de forajidos que, tumbando puertas y saltando tapias, penetraban en las casas y, después de acuchillar a sus indefensas víctimas, obligaban a las mujeres, madres o hijas de aquellos desgraciados a arrastrar sus cuerpos por los pies o por lo brazos hasta la calle, donde el resto de la canalla los remataba, y después de despojarlos de sus ropas dejaba sus cadáveres tirados por doquiera a merced de los cuervos y chacales”.

A pesar del tiroteo que barría las calles, De Nogales logró acercarse al alcalde para ordenarle que cesara la masacre, pero aquél le informó que Dyevded Bey había ordenado exterminar a todos los armenios varones mayores de 12 años. Al cabo de hora y media no quedaban sino siete supervivientes “que había logrado arrancar a sus verdugos sólo a fuerza de pistoletazos. Rodeado de aquellos infelices, que se asían a la cola y las crines de mi bestia como a un áncora de salvación, y seguido de una turba de fieras humanas hartas de sangre y cargadas de botín, me dirigí hacia el centro de la villa, a través de una apretada muchedumbre, formada en su mayor parte de mujeres turcas y kurdas que habían presenciado aquella escena atroz inmóviles, como esfinges, sentadas a lo largo de las calles o desde lo alto de las azoteas”. Cuando despertó al día siguiente, descubrió que los siete cautivos habían sido degollados.

De camino a Van, De Nogales observó que el fuego había destruido en Artamid (Edremit) y “el olor a carne chamuscada de los cadáveres armenios arrojados dentro de las ruinas humeantes de la iglesia” lo envolvía todo. “Acosados por las balas, que los iban derribando por docenas, corrían los armenios, espantados, y no pocos de ellos se sentaban en el suelo esperando estúpidos la muerte, cual carneros atados al altar del sacrificio y sin hacer el más mínimo esfuerzo por salvarse. Sólo un reducido grupo de jóvenes seguía defendiéndose desesperadamente, recostados contra una tapia hasta que, rendidos al fin por el cansancio, fueron cayendo uno tras otro bajo los culatazos y las cuchilladas de los kurdos, que se servían del arma blanca siempre que podían para ahorrar cartuchos… los cuerpos ensangrentados de las víctimas se retorcían y se estiraban temblorosos en medio de las convulsiones de la muerte y de aquellos gritos de agonía indecible, que aún me parece escuchar cada vez que me acuerdo de ellos”.

Las víctimas de aquella barbarie se habían hecho fuertes en el barrio armenio de Van, dirigidos por Aram Pachá que procuraba proteger a una población de unos 30.000 civiles. Las autoridades otomanas habían impuesto un cerco desde el castillo que dominaba la villa y desde allí los días 24, 25 y 26 de abril la artillería otomana disparó constantemente contra el barrio armenio: “Por doquiera que caían nuestras granadas se desplomaban los tejados, levantando columnas de humo y de polvo mezcladas con cascadas de chispas que, al desbaratarse, se derramaban como torrentes de lava sobre los cuerpos de los combatientes”.

16.000 bombas y granadas

Durante las dos primeras semanas del sitio los otomanos lanzaron unas 16.000 bombas y granadas. Pero, tendidos en el suelo y disparando a quemarropa por entre las rendijas y grietas de las paredes derrumbadas, “aquel montón de escombros seguía vomitando plomo y fuego sin cesar”. El 4 de mayo los otomanos recibieron refuerzos, pero los defensores armenios intensificaron sus esfuerzos al saber que tropas rusas se estaban abriendo paso hacia Van. Dyevded Bey trató de obtener su rendición por medio del hambre. Ordenó juntar a cuantos niños y mujeres armenios se hallaban aún con vida, y los hizo conducir al barrio armenio. “Pero se equivocó. Los armenios abrieron fuego, hiriendo a unos y matando a otros, en tanto que los restantes, al intentar huir, dejaron el suelo regado de cadáveres”.

El 13 de mayo, las tropas rusas atravesaron el desfiladero de Kotur-Dagh, lo que originó el éxodo de la población musulmana, y un día después De Nogales dio la orden de levantar el sitio.

Durante su travesía a Van, la noche del 12 de abril, una familia armenia lo había recibido en su casa. Su anfitrión era un joven que había vivido en Nueva York, empleado en una fábrica de relojes. Le dijo que apenas terminada la guerra pensaba vender cuanto poseía para irse a vivir a América con su familia. “Pero nunca fue. Los perros y los lobos se lo habrán comido entretanto con el resto de la población armenia de dicho poblado, que pereció casi integra durante la masacre de Khinis del 19 de mayo” escribió en su diario.