Me voy a atrever a poner el gato muerto encima de la mesa. ¿Cuántos regalos habéis recibido estas Navidades que no os han gustado y os vais a quedar para evitar problemas? ¿Cuántos habéis hecho por compromiso y a prisa y corriendo, poniendo cara de póker cuando habéis visto la de vuestra destinataria al abrirlo? El mundo de los regalos es un temazo al que evitamos enfrentarnos. Lo que debería ser un gesto de aprecio, cariño o amor, dependiendo del grado de cercanía con la persona regalada, se convierte a veces en una losa que nos pesa hasta el mismísimo último momento. Ni el socorrido amigo invisible puede evitarte el sudor frío de no saber qué regalarle a alguien con quien apenas tienes relación. Sí, a veces, incluso de tu propia familia. Desde pequeña me instruyeron en el peligroso arte de la mentira piadosa en casos como el de recibir algo que te parece espantoso o inútil. Me decían que lo importante era que la otra persona se sintiera bien, ya que había tenido el detalle. Por otra parte, en otras ocasiones también me decían que la mentira tiene las patas muy cortas, así que crecí con un cacao mental en el que no sabía muy bien dónde encajar la sinceridad. Pero tenía una familiar cercana que optaba siempre por ser honesta. Consideraba que a la otra persona se le hacía un daño aún mayor si veía que jamás usábamos su regalo y sostenía que, en realidad, a quien debía gustarle era a ella misma. Así que, con envidiable asertividad y delicadeza, y si el obsequio no era de su agrado, explicaba sus motivos en privado a la interesada y le proponía otra alternativa que podían acometer juntas. También repetía siempre que para ella el mayor regalo era disfrutar de nuestra compañía. Y, aunque esa frase ahora pueda sonar a eslogan de compañía eléctrica chunga, he conocido a pocas personas que le dieran tanto sentido. Porque estar con ella también era un auténtico regalo.