Un trocico de turrón por aquí. Un polvorón por allá. Un bomboncito después de comer. Una gloria de yema mientras vemos una serie. Esos mazapanes que me regaló mi madre. Y esas mantecadas que trajimos de Sangüesa, ay, qué pecado… Y, si encima lo acompañamos con un sorbito de champán a lo Juan Pardo, miel sobre hojuelas. Y es que yo, en Navidad, la teoría me la sé, de verdad que sí. Semanas antes de que lleguen los tan señalados días de excesos, ya estoy leyendo afanosa todos esos artículos de dietistas, nutricionistas y diversas expertas que nos aconsejan no pasarnos de frenada y ser comedidas en los ágapes, que luego nos viene la vuelta. Pero a mí lo que me pasa es que durante el año soy tan formal, que en estos días me transformo. Procuro hacer deporte, voy en bici o andando, los fines de semana salgo al monte, me considero poco bebedora, como verdura, poca carne y mucho pescado, pasta siempre integral, legumbre con su pellejito y las cinco piezas de fruta diaria no me las como porque eso es imposible, por mucho que lo repitan como un mantra. Así que me declaro culpable, señoría. Porque estas dos semanas son mías y sólo mías para dar rienda suelta al azúcar y dejar que me salga por las orejas. Aceptaré la máxima universal “un minuto en la boca, un año en el culo”, es más, la abrazaré sin remordimientos ni rencor, sabedora de que terminaré las navidades y comenzaré el año, como decía mi abuelo, con un pandero como una artesa. Y seré feliz. Porque luego el camino será largo y duro y yo volveré a ser formal, consciente de que la edad no perdona y el colesterol acecha. Sacaré a pasear mi glotonería y también del armario los pantalones dos tallas más grandes que guardo para estas ocasiones. Y, cuando el 9 de enero vuelva garbosa a surcar la ciudad a lomos de mi bici, lo haré con una sonrisa, el michelín asomando y canturreando para mí… “Que me quiten lo bailao”.