A pesar de los impactos disruptivos que genera, contrarios a cualquier objetivo razonable de sostenibilidad, el proceso de urbanización se desarrolla implacablemente en todo el mundo y las ciudades-región globales se convierten en unidades económicas de desarrollo y competitividad por derecho propio. Y el papel de los megaproyectos (en particular, infraestructura de transporte y energía, distritos de innovación, corredores industriales, grupos de ciudades, nuevas ciudades) como vehículos de la infraestructura del desarrollo cobra una mayor importancia.
Estos megaproyectos, y las megarregiones donde se construyen, son manifestaciones de economías de aglomeración y obedecen a una lógica simultánea de dispersión-concentración de la actividad económica, como nos han enseñado Michael Storper y Saskia Sassen.
La acción combinada de la tecnología y el comercio favorecen la dispersión global de la actividad económica. A su vez, los beneficios de la proximidad mutua de las actividades de innovación y los centros de toma de decisiones promueven la concentración económica en grandes megarregiones, que ejemplifican así la extensión e intensificación de las relaciones funcionales de las ciudades globales en grandes espacios megarregionales.
Podemos decir que hay unas 40 megarregiones en todo el mundo, que representan el 18% de la población mundial, dos tercios de la actividad económica mundial y el 86% de las innovaciones patentadas. Desde este punto de vista, las megarregiones son la nueva forma urbana de la globalización.
En Estados Unidos existen varias megarregiones diferenciadas, definidas por la economía y la demografía: el corredor noreste, de Boston a Washington, DC (Bos-Wa); el norte de California, alrededor de San Francisco; el sur de California, alrededor de Los Ángeles; el área de los Grandes Lagos, con Chicago como epicentro; el Corredor del Sol de Arizona, desde Phoenix hasta Tucson; el Front Range Corridor, desde la ciudad de Salt Lake hasta Denver y Albuquerque (Nuevo México); el cinturón de Cascadia, desde Vancouver hasta Seattle; el grupo Piedmont Atlantic, desde Atlanta, Georgia, hasta Charlotte, en Carolina del Norte; el área de la Costa del Golfo, entre Houston, Texas y Nueva Orleans; el área del Triángulo de Texas, con Houston, Dallas, Austin y San Antonio; y Florida, que incluye Miami, Orlando y Tampa.
Se estima que la población agregada de estas megarregiones alcanzará los 277 millones de personas en 2025, equivalente al 80% de la población estadounidense proyectada para ese año. El producto bruto de dos de estas regiones (Bos-Wa y Southern California) sumado equivale a un tercio del producto bruto de los Estados Unidos.
Estas ciudades-región son económicamente más relevantes que la mayoría de los estados estadounidenses, y la conectividad de estos grupos urbanos, a través de megaproyectos de infraestructura, determina la viabilidad económica a largo plazo de los estadounidenses en mayor medida que el estado en el que viven.
Bruce Katz, de la Brookings Institution, ha señalado que de las 350 grandes áreas metropolitanas de Estados Unidos, las ciudades con más de tres millones de habitantes han evolucionado económicamente mejor desde la crisis financiera de 2008. Mientras tanto, las ciudades más pequeñas, como Dayton, Ohio, se tambalean y han ido perdiendo poder económico, al igual que innumerables pueblos pequeños desconectados en todo el país.
El Congreso de los Estados Unidos fue alguna vez un líder mundial en planificación regional. La Compra de Luisiana, la Ley del Ferrocarril del Pacífico (que financió la expansión del ferrocarril de Iowa a San Francisco con bonos del gobierno) y el Sistema de Carreteras y Autopistas Interestatales son ejemplos de la acción del gobierno federal en el desarrollo económico a escala continental.
La Autoridad del Valle de Tennessee fue un agente para la renovación de la infraestructura posterior a la Depresión, la creación de empleo y la modernización industrial en seis estados. Lo que se necesita, de alguna manera, es volver a esta forma de pensar más flexible y con una visión de conjunto.
Ya se están realizando esfuerzos para coordinar la planificación metropolitana y la inversión en los Estados Unidos. Entidades cuasi gubernamentales como Western High Speed Rail Alliance tienen como objetivo unir Phoenix, Denver y Salt Lake City con trenes de próxima generación. Hay grupos como CG/LA Inc. que promueven la inversión público-privada en un nuevo proyecto de infraestructura nacional.
Se pueden encontrar transformaciones hacia la megarregionalización en todo el mundo. A pesar de la historia milenaria de sus provincias culturales y lingüísticas, China está trascendiendo sus fronteras internas tradicionales para convertirse en un imperio de 19 megaciudades con poblaciones de hasta 100 millones de habitantes cada una.
Las tres principales megalópolis chinas, centradas alrededor del delta del Pearl River (Hong Kong), el río Yangtze (Shanghái) y alrededor de Beijing (Jing Jin Ji), destacan por su enorme escala (más del doble de la población de Tokio, la megarregión más grande en la actualidad), su desarrollo masivo a través de numerosas líneas ferroviarias de alta velocidad, y su planificación de arriba hacia abajo y sin oposición en un contexto político autoritario.
A pesar de la posible fragilidad del modelo chino de inversiones masivas en infraestructura, estos conjuntos de ciudades, cuyas fronteras fluctúan en términos de población y crecimiento económico, serán, con el tiempo, los núcleos en torno a los cuales el Gobierno central asigne subsidios, diseñe cadenas de suministro y construya conexiones con el resto del mundo.
Los países occidentales están siguiendo el ejemplo. A partir de 2015, los actores políticos más importantes en Italia ya no son sus decenas de provincias, sino catorce “ciudades metropolitanas” como Roma, Turín, Milán y Florencia, cada una de las cuales se ha fusionado económicamente con los municipios de los alrededores, formando viables subregiones en términos económicos. Esta megarregión italiana es la tercera en importancia en Europa y la séptima en el mundo.
Gran Bretaña también se encuentra en medio de una reorganización interna, con el gobierno dirigiendo inversiones hacia un nuevo corredor que se extiende desde Leeds a Liverpool conocido como “Northern Powerhouse”, que puede convertirse en un ancla económica adicional para Londres y Escocia. Junto con la región de Londres, es la segunda megarregión europea, por detrás del enorme conglomerado económico y demográfico (60 millones de habitantes) que incluye Ámsterdam y Róterdam, el área del Ruhr y Colonia, Bruselas y Amberes y la región de Lille, que tiene una producción superior a la de Canadá.
Las estrategias megarregionales comenzarían centrándose no en las fronteras estatales, sino en las líneas existentes de infraestructura, cadenas de suministro y telecomunicaciones, rutas que se mantienen notablemente fieles a las fronteras de las megarregiones emergentes. En este contexto, los vínculos entre los megaproyectos y el desarrollo no podrían ser más claros y más dependientes de estrategias cuidadosamente planificadas para promover el crecimiento y la competitividad.
La competencia por una conectividad eficiente ya impulsa la evolución de la actividad y los procesos económicos globalmente. La conectividad y conexión estratégica de ciudades y regiones permitiría a Estados Unidos, China y otros países ganar la batalla del comercio mundial, los flujos de inversión y las cadenas de suministro.
Es posible que el resultado de estos esfuerzos determine la rivalidad en torno a qué país se erige como la primera superpotencia mundial en el siglo XXI. Respecto a estos objetivos, toda la evidencia de que disponemos sugiere que los objetivos de sostenibilidad del planeta siguen desempeñando un papel muy secundario.
* Asesor de economía y geopolítica internacional. Profesor en el MIT y LSE