En el cuartel general del prusiano Von Moltke, el general estadounidense Philip Sheridan, que había reducido a cenizas el valle de Shenandoah (Virginia) durante la guerra de Secesión, aconsejó que, una vez el ejército enemigo hubiese sido aniquilado, resultaba necesario infligir tanto dolor a los civiles que estos acabaran suplicando a su Gobierno que firmara la paz: “No hay que dejarles más que los ojos para llorar por la guerra”. Ciento cincuenta años más tarde, el ejército ruso invasor de Ucrania aplica la misma estrategia. Después de ser incapaz de tomar la capital Kiev con la finalidad de establecer un gobierno títere, en las últimas semanas está siendo rebasado y arrinconado en las provincias anexionadas del Donbás.

Vísperas de la batalla

De la confrontación directa entre tanques o de los duelos artilleros los rusos han pasado a los ataques aéreos con misiles y drones tratando de causar el mayor daño posible en las infraestructuras civiles: luz, agua, depósitos de combustible, conductos de gas y plantas energéticas. El objetivo es hundir la moral de la población ucraniana, reducirlos a una nueva edad de piedra sin luz, agua o calefacción –en un invierno con temperaturas por debajo de los veinte grados centígrados– y a la hambruna; dejándoles solamente esos “ojos para llorar” que imploren a su gobierno el fin de la guerra.

Este giro militar de Putin no es el resultado de una estrategia exitosa sino la confirmación del fracaso de sus planes iniciales cuando llamó a la invasión de Ucrania “operación militar especial”, expresión que trataba de encubrir la realidad de un golpe de estado en un país extranjero. Dejémoslo claro: Putin no ha decidido ese cambio de estrategia en un momento de ofensiva, sino de repliegue de sus fuerzas armadas ordenando además la evacuación de civiles de las provincias ocupadas en las que se ha decretado la ley marcial.

Guerra de desgaste

El actual vuelco de la guerra en Ucrania con el ejército de Zelenski al contraataque, es consecuencia del inicial exceso de fuerza que desplegaron los invasores rusos tanto en efectivos como potencia de fuego. Ahora parece claro que los invasores no podían sostener los frentes de guerra ni abastecer sus líneas por mucho tiempo y en una guerra moderna ocho meses son una enormidad. La guerra de desgaste a quien acaba desgastando es al invasor siempre y cuando el invadido disponga de medios para resistir, de ahí la importancia de la ayuda occidental al gobierno de Zelenski.

Por eso en Rusia crece el desconcierto y todo son medidas improvisadas: la movilización de reservistas, la remoción de los responsables militares fracasados, la sustitución de los catorce generales muertos en acción, la designación de Serguéi Surovikin, el bombardero de Siria, como nuevo responsable de las tropas invasoras son otras tantas muestras de esa confusión. Pero aléjense de triunfalismos porque los cambios en la dirección de la guerra del ejército de Putin anuncian la preparación de una batalla que esperan definitiva. La proyectada ofensiva de Putin, el actual repliegue para contraatacar a la manera del muelle comprimido que luego se expande es jugarse la guerra a una carta, ocultando en la manga otra más siniestra, el botón nuclear. Es el salto al vacío del jugador arruinado. Porque no le quedan otras alternativas, indispensables para el éxito de la campaña.

Basil Lidell Hart, quizás el más cualificado teórico de la guerra del pasado siglo, escribió algo al respecto: “Como si se tratase de un árbol, si aspiramos a que un plan (bélico) dé frutos, debe tener ramas. Un plan que no tiene más que un objetivo reúne todas las condiciones para convertirse en un poste estéril”. El plan de Putin con el único objetivo de mantener sus conquistas en el Donbás es a estas alturas el poste estéril que llega demasiado tarde para doblegar la capacidad de resistencia de los ucranianos que en estos ocho meses han demostrado poner en pie un ejército técnicamente eficaz, capaz de aprender de las primeras derrotas y con una población que ya no elige o deja de elegir por un proceso racional sino por la pura supervivencia. Si se tratase de una elección exclusivamente racional tal vez los ucranianos estarían dispuestos a capitular y salvar algunos muebles, pero tras las víctimas de los crímenes de guerra –“Quisiera llamaros a todos por vuestro nombre”, escribió la poeta rusa Ana Ajmátova en su Requiem–, no ven otra salida que vencer.

La guerra en Ucrania está iluminada por el potente foco de los servicios de inteligencia estadounidenses. Las fuentes de información humanas –humint–; de señales –signint–; de comunicaciones –comint–; y electrónicas –elint–, no estuvieron nunca tan ocupados ni gastaron tanto dinero como en la actualidad. Tuvimos ocasión de apreciarlo cuando los EE.UU. anunciaron las intenciones ofensivas de Putin o cuando informaron detalladamente del despliegue de sus tropas o del origen iraní de los drones suicidas. No nos extrañemos de que la sociedad occidental se haya congraciado con los servicios de inteligencia americanos tras muchas intervenciones anteriores en favor de dictaduras y poderes tenebrosos que no debemos relegar al olvido.

Pero la inteligencia solo puede ser efectiva cuando se acompaña de la fuerza. Y la fuerza es el adiestramiento y equipamiento que los países miembros de la OTAN están aportando al ejército ucraniano que lucha por su independencia y como contención del expansionismo ruso. Por eso mismo los tanques de Zelenski son más humanos que los de Putin.

El dios de las batallas

Estamos en vísperas de una batalla decisiva y apelo a las gentes compasivas que admiten la violencia de las causas justas. En la guerra no existe el deus caritas sino el dios de las batallas. Ucrania ha sido campo de batalla a lo largo de la historia y escenario de crímenes de guerra. Existe a las afueras de Kiev un lugar escalofriante, Babi Yar, que podríamos traducir como “la hondonada de las viejas mujeres”. Se trata de un barranco donde a finales de septiembre de 1941 el ejército nazi y sus colaboradores perpetraron en menos de 48 horas la matanza a tiros de 33.711 judíos. Con esta Aktion se inició el llamado genocidio por balas. Sucesivamente y hasta el año 1943 fueron ametrallados pacientes del hospital psiquiátrico de Kiev, gitanos, prisioneros de guerra soviéticos y más judíos, hasta 100.000.

El horror es más horripilante si alcanza proyección artística, tomemos como ejemplo la dimensión internacional alcanzada por el bombardeo de Gernika, tras ser inmortalizado por Pablo Picasso. O literaria. Me refiero ahora al poema Babi Yar de Evgueni Evtushenko, poeta descendiente de ucranianos deportados a Siberia, muerto en los EE.UU., a quien desde estas páginas evocaba Jose Uriarte en una reciente y atinada columna. El poema Babi Yar es uno de los Requiem (Descanso) laicos más dolientes que se hayan escrito. Recomiendo su lectura. “No hay ningún monumento. Solo una roca escarpada como una tosca lápida”. “Pueblo ruso, mi pueblo: te conozco... manos viles trataron de infamarte al usurpar tu nombre y al llamarse Unión del Pueblo Ruso”. Se refería Evtushenko al partido de la época que agitaba los pogromos y atentaba contra la vida y hacienda de los judíos por medio de bandas asesinas, entre ellos también ucranianos, que se llamaban a sí mismos “Centurias Negras” y que estaban instigadas por el Zar. Que el partido de Putin se llame Rusia Unida y que disponga de bandas paramilitares asesinas haciendo limpieza étnica en Ucrania como el llamado Grupo Wagner, es otra confirmación de que en ocasiones la historia no se contenta con hacernos guiños sino muecas macabras que solo nos dejan los ojos para llorar por la guerra. Por eso Putin debe de ser derrotado en la próxima batalla de la que estamos en vísperas.