Escuchando a Vox y al Partido Popular en el debate de Política General del pasado jueves en el Parlamento Vasco casi que le daban ganas a la que suscribe estas líneas de salir corriendo del hemiciclo. En un momento dado, miré a mi espalda esperando ver cómo entraban en la Cámara vasca los cuatro jinetes del apocalipsis para llevarnos a todos y todas.
No es para menos cuando al personal se le lanzan advertencias en tono de amenaza de que “los vascos vamos a atravesar un invierno largo, casi interminable, gélido e inmerso en una larga oscuridad” o que, en lo que a nuestra seguridad personal se refiere, ahora “hay más amenazas, agresiones, acosos”. No les relato más, que producen terror.
Pero me recompuse a mí misma y controlado el temor de que el caballo Muerte y su jinete Hades de momento no hacían acto de presencia, me dio por imbuirme en otra reflexión. Así llegué a un punto, tras escuchar a la oposición política de nuestro país, de pensar cómo seremos capaces de insistir machaconamente en vivir en Euskadi. Porque, de verdad, dan ganas de salir corriendo con un Servicio Vasco de Salud prácticamente desmantelado, una Educación que segrega y un Estado de Bienestar a bajo cero. Todo tras el paso de una pandemia que en ocasiones parece exclusiva de la sociedad vasca y no mundial.
Durante años se ha recriminado al lehendakari que dibuje una imagen de Euskadi como si fuera un oasis o una isla. Afirmar que tenemos un país en el que se vive bien, cuyos índices de delincuencia son bajos y donde hay protección sanitaria y social que para sí la quisieran otros no es alejarse de la realidad. Es justo reconocer que la pandemia obliga a una recomposición, por ejemplo, de Osakidetza y que siempre habrá cosas que mejorar. Pero de ahí a asegurar que tenemos un país casi casi en descomposición va mucho trecho.
No vivimos en un oasis, pero tampoco es un espejismo lo que hemos construido durante tantos años. Será por eso por lo que, acabé respondiéndome a mi misma, queremos vivir en Euskadi pese a todo y caiga lo que caiga.