Una de mis hijas es la reina de los inventos caseros. No hay día que no nos pida una cuerda, una caja de cartón (esa no, una más grande), el pegamento o un rollo vacío del papel de cocina. ¿Que se ha estropeado el enganche del remolque del tractor? Aquí no ha pasado nada, lo remienda con un cierre de la bolsa de crakers. ¿Que se ha roto la cinta para colgar el walkie-talkie? Metros y metros de cello y… ¡Listo! ¿Que se ha hecho un siete en el culo del pantalón? Pues ponemos una pegatina de pitufos y arreglado. Me admira su paciencia, su capacidad de aprendizaje del ensayo-error y, sobre todo, esa cabeza limpia, abierta e infinita para la imaginación y la ocurrencia. El otro día en el cole, cautivadas por el fascinante mundo del agua, sus compañeras y ella construyeron un circuito con canalones y piezas de madera. Y, cuando comprobaron que el líquido elemento caía cual caudal en acueducto romano, también probaron a que hiciera el recorrido inverso, cosa harto difícil por aquello de las leyes de la física pero que, oye, hay que comprobar por una misma. Ahí estuvieron una mañana entera hasta llegar a la evidente conclusión de que el invento sólo funcionaba en el sentido de la cuesta abajo. Chúpate esa, Arquímedes. Su último hallazgo ha pretendido dar respuesta a la constante petición de su madre, que soy yo, de limpiarse por favor con un poquito de papel después de mear en el baño. Tras numerosas explicaciones de por qué es importante este pequeño gesto de higiene, mi criatura ha decidido ponerse un trozo generoso de papel de váter dentro del calzoncillo. Con esta solución, me explica, cubre dos necesidades: la de evitar la gota de pis en la tela con su correspondiente olorcillo y también, atentas, la de “ahorrar papel, amatxo, porque así no tengo que cortar siempre un trozo”. En definitiva, mi hija ha inventado el salvaslip masculino. ¡Oído patentes! l